El mejor amigo del hombre no es tan sólo un perro, sino uno que hable y sepa de lo que está hablando. El protagonista de la presente novela, José Navaja, conversa con su perro, como puede hacerlo cualquiera que cuente con uno. El de Navaja se llama Pek, y es propiamente un xoloitzcuintle. La reformulación de Aridjis, entonces, sería: el mejor amigo del hombre es un xoloitzcuintle pero ya no sólo porque habla y tiene ideas certeras, sino porque es capaz de acompañar a su dueño en la vida y más allá de la vida. Escuchemos, brevemente, una de las charlas entre José y Pek, en la cual el xolo se muestra no sólo más sabio sino más sensato y lógico que su acompañante: “—¿Quién eres tú para dudar de lo que digo? —Pek. —Hace cinco años que no te veía y hoy me topo contigo varias veces, ¿dónde estabas? —Cerca de ti, invisible. —¿A qué se debe tu presencia? —Vengo a llevarte al inframundo. —No estoy muerto. —Lo estarás.” Sentencioso, agudo, y sin perder ninguna de sus características caninas, el xolo compite con fuerza por ser él quien protagonice la novela, y sin embargo, el autor ha tenido la pericia de colocarlo en el plano de acompañante, porque si ya con los diálogos entre Navaja y Pek tendríamos material de lectura y de análisis, Los perros del fin del mundo es una novela que, amén del recurso propio de la fábula, versa sobre una búsqueda fraterna, la del propio José respecto de su hermano, Lucas. Y como toda búsqueda, Navaja habrá de atravesar varios infiernos antes del Inframundo, todos ellos terrestres, conocidos y quizá frecuentados, sin saberlo, por el lector. José, oficial de nada, aprendiz de mucho y de muchos, dedicado en su madurez hoy denominada tercera edad a la confección de obituarios, vive de tal suerte obstinado en ellos que los trabaja con antelación, lo que en buen romance de las redacciones en los medios se llama “zopilotear”, como vive obstinado también en la búsqueda de su hermano, de quien no tiene noticia fresca y justo por eso es incapaz de darle reposo en su memoria escribiéndole, precisamente, un obituario que le haga justicia y les dé paz a ambos. Pero si hubiese un sitio llamado “paz”, estaría a muchos kilómetros de esta novela, porque Los perros del fin del mundo es una obra en donde el Apocalipsis se sostiene en todas sus páginas. Un Apocalipsis que no descansa, que no termina y no permitirá descansar al amable lector hasta concluir con sus páginas, desvelar sus misterios y escuchar a diversos personajes casi anónimos por cotidianos que la componen, entre los que resaltan narcotraficantes ubicuos, gente uniformada que sirve a varios bandos o varones y mujeres diversos y de tal sapiencia acumulada que sería plausible si no se acercaran tanto a la maldad pura. Basta escuchar una sola idea de cierto personaje para saber el terreno minado que se pisa en la obra: “Yo miro donde se me antoja; yo no juego, mato.” El trabajo literario que encierra esta novela, además de la búsqueda y del inefable Pek, se da tiempo para las imágenes imborrables, hallazgos verdaderos, como cuando habla de ciertas bellas mujeres que “se sentaban sobre su trasero como sobre un tesoro”. Y si la novela es apocalíptica y presentista, al mismo tiempo contiene el que parece ser un inevitable regreso a los orígenes prehispánicos. Aridjis brinda un homenaje a los ancestros previos al mestizaje, a su habla, su cosmovisión y lo muestra al incluir aquí y allá términos y nombres que han atravesado sin problema varios siglos y resuenan de nuevo, a diario, en cualquier calle, en cualquier página.
Homero Aridjis (Contepec, Michoacán, 1940) es un prolífico poeta y prosista quien se ha ocupado en paralelo a la difusión de la literatura. Con traducciones a una docena de idiomas. Como académico, ha impartido clases en Estados Unidos de América, Holanda, Canadá y Austria, en repetidas ocasiones. Su obra literaria ha merecido premios tales como el Xavier Villaurrutia (1965), el Diana/Novedades (1988) y el Roger Caillois a su obra publicada hasta 1997. Desde 1999 es miembro emérito del Sistema Nacional de Creadores. Como poeta, Aridjis se hizo acreedor al reconocimiento de sus pares desde que dio a conocer el volumen Mirándola dormir, en 1964, al cual siguió Perséfone (1967), con el que consolidó una voz poética singular y constante. De manera posterior, ha publicado una considerable suma de poemarios entre los que se encuentran Quemar las naves (1975), Construir la muerte (1982), Tiempo de ángeles (1994), Ojos de otro mirar (1998) y Los poemas soñados (2011). Su trayectoria en el rubro de la prosa es en Aridjis una actividad temprana, ya que en 1961 comenzó a circular su novela La tumba de Filidor, ejercicio prosístico al que han seguido libros claves en las letras mexicanas como 1492, vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla (1985), Memorias del nuevo mundo (1988), La leyenda de los soles (1993), ¿En qué piensas cuando haces el amor? (1996), El hombre que amaba el sol (2005), Sicarios (2007) y Los invisibles (2010).