Viaje a la tenacidad
Prepárate. Estás a punto de emprender una travesía a lo largo de cinco mil kilómetros por un territorio extraordinario. Tienes por delante una misión superlativa de la que depende tu país. Apenas des vuelta a la página, viajarás hasta los confines de la Tierra e iniciarás una aventura por la estepa siberiana, de Moscú hasta Irkutsk. Y recorrerás esta distancia en tren y a caballo, a pie, en barco, en balsa, carreta, y hasta sobre un témpano de hielo, con tal de lograr tu cometido. Mientras puedas, viajarás de incógnito, protegiendo tu identidad; tendrás que hacer aliados en el camino, sortear mil peligros, eludir a tus enemigos, todo, para poder mantenerte a salvo y consumar tu objetivo. Te lo advierto, esta no es una historia pasiva, sino una aventura en estado puro, es acción permanente; es peligro constante.
Decía Julio Verne, una de las mentes de creadores más fascinantes que ha visto la literatura, que “el movimiento es vida”. Seguramente por eso el escritor francés imaginó —en el siglo XIX— viajes a la luna y también al centro de la Tierra; relató odiseas de Veinte mil leguas de viaje submarino y una Vuelta al mundo en ochenta días. Y ese espíritu irrefrenable que consagró a Verne, habita también en Michael Strogoff, un héroe en toda la regla, un ser humano indomable, un personaje para todas las épocas, capaz de soportar lo inaudito, con tal de estar a la altura de su destino.
Llegar. Cumplir. Entregar el mensaje del zar. Salvar a Rusia. Ese es el leitmotiv del protagonista de esta trepidante historia. Porque Michael Strogoff es —ante todo— una emocionante apología a la tenacidad; a la convicción colosal de esos hombres y mujeres que no se rinden y que son capaces de marcar la historia. Verne crea un prócer, un hombre de una sola pieza, que me conecta con el carácter irreductible de los exploradores: Ernest Shackelton en el Polo Sur, y sir Edmund Hillary en el Monte Everest; Cristóbal Colón en medio del Atlántico y con James Cook en sus travesías por el Pacífico, emprendedores, todos ellos, que estuvieron dispuestos a dar la vida con tal de cumplir su misión.
“Dios nos hubiera puesto agua en las venas en vez de sangre, si hubiera querido que en todos los casos permaneciéramos impasibles”, escribe Verne en estas páginas. Así que —como te dije antes— prepárate. Tienes en tus manos, una historia que te hará moverte, viajar, luchar, escapar, en una palabra: vivir. Eso sí, te advierto algo. Si das vuelta a la página, no habrá tregua, no habrá descanso, no tendrás refugio; quedarás obligada u obligado a seguirle el paso a un héroe atemporal: Michael Strogoff.
-Antonio Rosique
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La vida de Julio Verne es, aparentemente, una sucesión de decisiones sensatas: estudió derecho siguiendo la tradición familiar, contrajo matrimonio con una viuda rica, logró una posición acomodada y sólo cuando su arrollador éxito se lo permitió, se dedicó en exclusiva a la literatura.
Esta acomodación burguesa, sin embargo, no fue fruto espontáneo de un carácter dócil. A los once años, enamorado de una prima suya, se embarcó en un barco que partía a las Indias con la romántica idea de traerle un collar de coral. La aventura fue abortada en el último segundo por su padre, que le propinó una paliza; ello y el posterior desdén de la prima alimentó una secreta rebeldía que, incapaz de manifestarse en la sociedad «bienpensante», hallaría un cauce de expresión en la desbordada fantasía de su literatura.
Pero si bien puede considerarse a Verne un náufrago en la monotonía de una sociedad prevenida frente a los productos de la imaginación y desconfiada hacia el genio, no menos cierto es que, quizás para burlar tales suspicacias, su aislamiento y sus ensueños literarios fueron siempre razonables. Tras su primera aventura infantil, descubierta y sofocada, Julio Verne aprendió la lección y no volvió a rebelarse salvo en sus libros, pero de un modo críptico y elusivo. Como si temiera decir demasiado y le aterrorizara lo explícitamente inverosímil, heterodoxo o provocador, el autor se apresuraba a exorcizarlo por medio de demostraciones destinadas a confinar la rareza en los límites de la razón humana. Así, lo visionario quedaba arrinconado en beneficio de lo razonablemente posible considerando el ritmo de los avances técnicos de la época. Y la fe en el progreso se hermana en sus héroes con el valor, la inteligencia y la bondad, siempre triunfantes sobre la ignorancia y la estrechez de miras.