Febrero, ya se sabe, es el mes del amor en honor al supuesto Valentín de Roma, santo patrono de los enamorados, quien fue muerto un 14 de febrero en algún momento del siglo III d.C. como castigo del emperador romano Claudio II por casar a hurtadillas a las parejas que deseaban unir sus vidas al amparo del dios cristiano.

Por otra parte, mucho tiempo antes del muy cuestionable suplicio al mártir católico, la efeméride que celebra la lujuria entre dos personas era llevada a cabo por los mismos romanos cada 15 de febrero en un ritual pagano llamado lupercales, fiesta cuyo fin era propiciar la fertilidad de las mujeres que participaban por voluntad propia, siendo azotadas con correas fabricadas con jirones del cuero de un perro y de un macho cabrío sacrificados ex profeso.

Posteriormente —ya con el cuerpo ensangrentado— eran poseídas por sus respectivas parejas, algo totalmente distinto a los usos y costumbres del típico San Valentín que ahora conocemos y cuyos sádicos matices seguramente harían sonrojar a más de una lectora o lector actual.

Ahora bien, no es un secreto que para ganar adeptos entre las diversas culturas por donde la Iglesia se asentaba, uno de sus principales esfuerzos consistía en el de borrar del recuerdo de la población aquellas creencias y ritos a los que dichos pobladores eran devotos, apropiándose de las fechas que utilizaban estas religiones para venerar a sus deidades, disfrazándolas de su propia mitología por medio de mártires cristianos y beatas católicas —santos y vírgenes— quienes únicamente rinden cuentas al dios del Antiguo y Nuevo Testamento.

Es por todo lo anterior que quizá en nuestro inconsciente colectivo haya más de una remembranza entre el amor rosa que marca el santoral cristiano cada 14 de febrero, con el libertinaje desenfrenado al que se entregaban los romanos un día después. ¿Será entonces que flores y muñecos de peluche, así como el deseo de poseer a la persona que nos atrae, podrían festejarse a partes iguales en la actualidad? Tal vez no podamos dar respuesta a esta compleja pregunta, pero lo que sí podemos hacer es hablar de aquellas obras literarias en que amor y erotismo se unen en una fiesta sensual para bien de la humanidad.

¿Qué fue primero, amor o erotismo?

Según lo refiere Platón en su diálogo El banquete, seis varones un tanto bebidos debaten en la sobremesa sobre el significado del amor y Sócrates asegura que ninguno de los presentes, incluido él, puede ejemplificar este concepto de mejor manera que las palabras que le dijera en su muy lejana juventud la sacerdotisa Diotima. Aquí es necesario subrayar que no es casualidad que Platón se valga de una figura femenina para un tema tan complejo, pues aunque la visión de Diotima no desacredita la postura de los cinco hombres que han hablado, al menos sí les deja ver sus errores y omisiones a cada uno de ellos en boca de Sócrates, lo cual para la época griega resultaba inusual, ¿pero quién mejor, si no una fémina, para poner en su lugar a un varón sobre cualquier aspecto de la vida y más tratándose del amor?

Resumiendo lo más posible, la sacerdotisa explica que el amor como concepto es en realidad una alegoría de Eros, quien «no es ni bueno ni bello, ni tampoco ha de ser feo y malo. […] Es un demon que interpreta y comunica a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioses».

Diotima finaliza este punto argumentando que al haber sido engendrado en el nacimiento de Afrodita, culmen de la belleza, Eros se convirtió en su escudero, razón por la que el amor siempre acompaña y aspira a lo bello aunque ―parafraseando― sólo florece y vive cuando está en abundancia y muere cuando se le deja en pobreza, además de que es muy fácil que aquello que se consigue por medio del amor pueda escapársenos fugazmente, «de suerte que Eros nunca está falto de recursos pero tampoco es rico, por lo que se encuentra en el medio de la sabiduría y la ignorancia».

Pese al planteamiento anterior, Sócrates acepta que aunque es la explicación más sensata que ha oído en toda su vida, de todas formas «Ignoro lo que es el amor, sólo sé que es una locura divina». ¿Tú qué opinas? ¿Estás de acuerdo con el filósofo griego?

Lujuria didáctica

Ya que hemos hablado de las formas políticamente correctas (cristianas), de las sádicas (paganas) y de las eruditas (helénicas) que el amor y el erotismo adoptaron en los territorios que ahora conocemos como Europa, viajemos hacia tierras más exóticas, específicamente a la India: entre el siglo I y IV d.C. hubo un joven de apellido Vātsyāyana quien, por lo poco que se sabe de él, gustaba de acompañar a su tía preferida al prostíbulo donde ella se desempeñaba como meretriz, ocasión que le brindó al joven la posibilidad de indagar en los pormenores que hay entre la cópula de un hombre y una mujer, las innumerables situaciones que lo propician, así como los placeres que de este acto se derivan.

Fue así que en algún momento de su desconocida vida quiso poner al servicio de los suyos todo lo que había observado en estas relaciones y la mejor manera que encontró para hacerlo fue a través de sūtras (aforismos), que no eran otra cosa sino el método de enseñanza tradicional que tenía el hinduismo para transmitir el saber por medio de frases breves y concisas con el fin de que los alumnos pudieran memorizar fácilmente dichas lecciones.

Aquí vale la pena hacer un paréntesis, pues hay que decir que esta obra ha sido muy desvirtuada con el correr de los siglos, puesto que su autor no pretendió hacer una apología sexual ni un llamado al libertinaje, mucho menos un libro pornográfico, sino todo lo contrario: sus páginas encierran nobles enseñanzas muy alejadas de los videos que actualmente abundan en internet, especialmente aquellos sitios dedicados a la industria para el entretenimiento de los adultos, en el que la mayoría de las mujeres son un instrumento que satisface la lujuria de los hombres que participan con ellas mediante incontables recursos físicos.

Más allá de un juicio de valor, esto último resulta un hecho al compararlo con el Kāma Sūtra, donde no se describen imposibles posturas sexuales para el goce masculino, sino que hace referencia al derecho de una mujer a buscar el divorcio en caso de que su pareja no sea un buen esposo, a su independencia económica y a ser la única capacitada para administrar las finanzas del hogar, así como la responsable de buscar su propia satisfacción erótica y superación personal… De la misma manera en que —es justo decirlo— también proporciona «consejos breves» para aquellos hombres que quisieran cometer adulterio en su vida, aunque Vātsyāyana termina este capítulo sugiriendo que todo aquél que esté casado debería primero cuidar y procurar a su pareja, antes que buscar el placer carnal con alguien más.

Así pues, cerremos este punto diciendo que desde sus primeras páginas el Kāma Sūtra invita al lector a tener equilibrio en su vida mediante las trivagas, que son las tres cualidades a las que toda persona debería aspirar en su vida: durante la juventud hay que preocuparse de cultivar el artha, que se refiere a la prosperidad material, así como el kāma, que hace referencia a la satisfacción de los sentidos, entre los cuales evidentemente se atiende la vida erótica, y una vez alcanzada de plenitud de los anteriores, la vejez debe estar dedicada por completo al dharma, que es la culminación de nuestra espiritualidad, ya que sólo con este equilibrio será posible llegar al estado de moksha, el único medio para liberarnos de una reencarnación sin fin y en el que nuestra alma podrá habitar el nirvana.

Por tanto, para quien quiera leer esta obra indispensable, sepa que cariño emocional, deseo lúbrico, responsabilidad afectiva y sobre todo el anhelo de una trascendencia espiritual resultan el pilar de este tratado que año con año se traduce y publica en prácticamente todas las lenguas del mundo desde hace más de mil años.

El placer sexual, ¿una puerta a Dios?

No podemos terminar esta breve lista de amor erótico en las letras sin hablar de un caso único de la literatura en español, un tratado escrito por un autor musulmán que huyó a Túnez tras la expulsión y posterior persecución de los moros en el reino de Castilla en el año 1609.

Pero primero subrayemos algunas diferencias nada sutiles entre estas religiones: en tanto que el catolicismo del Medioevo sostenía que darse un baño era pecado por el hecho de ocuparse del cuerpo antes que del alma, el islam siempre ha incitado a sus fieles a mantenerse limpios tanto interiormente como en físico, al grado de ser un requisito obligado antes de orar al Santo Profeta.

Y si esto es en cuestiones de higiene, en lo que se refiere al goce amatorio los seguidores de Jehová resultaban todavía más rígidos, al punto que para San Agustín, por ejemplo, los abrazos sólo eran aceptables dentro del matrimonio en caso de que su finalidad fuera la procreación, e incluso con ello se incurría en una falta sagrada pues aunque el sexo es un pecado perdonable siempre que haya descendencia de por medio, a final de cuentas no deja de ser pecado, en tanto que el Corán se opone a que sus adeptos sigan el camino del celibato, entre otras cosas porque castiga terminantemente todos los excesos y una actitud ascética en la que alguien se priva a sí mismo de los placeres que el propio Dios ha dispuesto en el mundo representa un exceso.

Ahora bien, hablando del texto que nos ocupa, el anónimo autor resulta un caso especial debido a que plasma en nuestro idioma sus meditaciones eróticas fundamentadas en la «palabra eterna e increada» en un tiempo en que era impensable hacerlo.