“A mi generación nadie le dijo cómo ser padre. Si acaso, nuestros padres nos enseñaron a ser hombres, pero nunca padres.” -Alejandro Zambra
(cuento)*
No vaya usted a pensar que es fácil o grato; miente quien divulga historias idílicas acerca de mi oficio. Sobre todo, a últimas fechas en que el Supremo Creador parece no tener las riendas o, en el mejor de los casos, haber perdido el interés. Lejos estoy de pretender siquiera criticar las decisiones del Señor, pero aunque es absolutamente cierto que Él no se equivoca, creo que en lo referente a este asunto, está siendo sorprendido en su infinita buena fe. Si lo sabe o no, o si tiene motivos para permitirlo, no es cosa de cuestionar ni de esperar respuesta: Él no pone a consideración lo que decide, por algo es el Todopoderoso.
No entiende usted. Déjeme contarle.
Una memorable ocasión, mi Señor, el Magnífico, en su inconmensurable sapiencia, concibió la idea de la vida. Le aclaro que no me refiero a la humanidad, sino a la vida, al principio. Pero lo más importante para Él, lo que le llenó de júbilo, fue gestar la muerte, y con ella la renovación de la vida, pues se dice que antes lo mantenía atribulado una perenne obsesión por lo inútil de lo eterno.
Hizo uso el Soberano de lo Imposible, de su infinita sabiduría, de la eternidad toda de su espíritu, de su luz total y aún, de su absoluta negrura para crear esa nueva forma, única e irrepetible: el binomio vida-muerte al que llegó a considerar su más preciada posesión. A la par, y exprofeso, inventó la libertad, condición sin cuya existencia la nueva obra no hubiera resultado tan perfecta y divertida a sus divinos sentidos. Con libertad, los seres que resultaron de la vida-muerte pudieron hacerse, moldearse a sí mismos, observados con suma complacencia por el Supremo, asaz satisfecho de verlos nacer y morir, para volver a verlos nacer y morir en la continua transformación que los hacía recrearse e innovarse en una amplia variedad de multicolores formas y movimientos.
El binomio era su orgullo. Qué importaba no haberle concebido una utilidad para sí mismo, si le era útil a Él, si le servía para mitigar el tedio de lo eterno.
Cuentan que mi Señor, el Magnánimo, se divertía en grande, que deambulaba y hasta retozaba feliz entre y con aquellas criaturas fantásticas que lograron autoformarse sin consigna, indicación o más ley que la de su propia naturaleza. Le maravillaba que hubieran adquirido la habilidad para subsistir, y que crearan para ello sus propios hábitats en donde eran capaces de hacerlo en vuelo, surcando los mares, bajo la tierra o a ras de ella.
Luego… ¿Que de qué etapa estoy hablando? ¿Hace cuánto tiempo? ¡Hombre, olvide su manía de pretender medir lo que no existe! Luego, simplemente luego, la vida-muerte propició el advenimiento de los hombres, una variedad más a los ojos del Divino Ser. Los primeros vivieron a la manera libre con que fue concebido el binomio, y sucumbían, al igual que el resto de las especies, respondiendo a sus propias leyes de adaptación.
Para el Omnipresente no había preferidas entre sus diversas criaturas; amaba y respetaba a todas por igual. Tal vez por eso, cuando los hombres, al darse un lenguaje, devinieron humanos, nada hizo. Se dedicó a observar cómo les nacía la voluntad a medida que les crecían las ideas, y atestiguó sumamente disgustado el giro que con la aparición de los seres humanos sufrió su creación, y vio cómo pelearon entre ellos por adueñarse de territorios que hasta entonces habían ocupado otras de sus especies, y cómo… Mejor le ahorro el fastidio de hacerle el recuento de lo que usted bien sabe; historia de la humanidad, le nombran, que por cierto, ha llenado a mi Señor de enorme indignación.
No obstante, lo que lo encolerizó y ofendió mayormente fue presenciar que los seres humanos inventaran explicaciones y cultos acerca del Origen en los que se ponderaba su papel protagónico, ¡el de ellos, de los hombres!, y se negaba la participación de la mano divina. Fue entonces que el Amo de la Creación decidió intervenir por primera vez en el curso de la vida-muerte, para obligarlos a reconocer que sólo hay una voluntad que rige por encima de todas las voluntades: la de Él. Y volvió a hacer uso de la totalidad de sus dones para crear un ente al que nombró el Nadián, Señor de las Sombras, a quien otorgó cualidades especiales y nuevas: sería portador de la culpa, el dolor y el miedo; y le confirió potestad amplia sobre el género humano. Y de la nada formó una enorme legión de seres cuya única finalidad sería servir al Nadián en el cumplimiento de la tarea encomendada. ¿Sabe?, yo soy parte de esa legión.
Antes de que existiéramos, como ya le dicho, el nacimiento y muerte de los hombres, al igual que de las otras especies, no dependía más que de los acontecimientos naturales en que estuvieran inmersos; así lo asumían, como un hecho natural. Ahora, la muerte humana dejaría de ser parte del binomio. Nuestra misión consistiría en determinar el momento y la forma en que habría de concluir su ciclo vital, pero sobre todo, en salpicar de culpa, dolor y miedo el hecho.
Si algunos escapan de morir en tales circunstancias, como bien usted señala, es porque han llegado a entender la existencia del Supremo Hacedor, y se ponen enteramente en sus manos, logrando estar en armonía con Él y su creación, pletóricos de una paz que hace imposible que los seres como yo penetremos en ellos para cumplir nuestra encomienda, pues esa paz nos repele y nos expulsa.
Aunque, he de reconocer que a veces nos extralimitamos, especialmente a últimas fechas, y decidimos realizar nuestra tarea a toda costa; me incluyo porque asumo la responsabilidad que me corresponde como parte de la legión. Verá usted, creo que a consecuencia de la autonomía de que goza mi patrono el Nadián, Señor de las Sombras, se ha ensoberbecido tanto, que pretende decidir a su libre albedrío las acciones punitivas contra los hombres, pues reclama ser el verdadero conocedor de la naturaleza humana, y sorprendiendo la infinita buena fe del Todopoderoso, como antes dije, le hace creer que hay necesidad de dar a ustedes castigos ejemplares. Así obtiene la anuencia para promover conflictos que involucran a gran número de personas, e inventa enfermedades pandémicas y alimenta la inquina y el rencor, contraviniendo mañosamente el propósito para el que fuimos creados. No era la voluntad del Que Todo lo Puede castigar indiscriminadamente, midiendo con el mismo rasero, y vea usted, en los últimos tiempos nuestra actividad ha sido febril. Inundaciones por aquí, terremotos por allá, guerras por acullá, todos encargos urgentes de mi voluntarioso patrono. Con semejantes presiones y exigencias, ¿cómo se puede obrar correctamente?, ¿cómo ejecutar a cabalidad la misión para la que fuimos creados?
Sí, no se equivoca usted, no concuerdo. Pero por más contaminado que esté de la libertad para pensar de la que gozan los hombres, y aun, de sus propias pasiones, nada puedo hacer pues sólo soy un instrumento. Si dejo de cumplir mis órdenes, dejo de existir. Aunque a decir verdad, he pasado parte de mi condicionada vida preguntándome si no sería preferible desaparecer, pues siendo transmisor de la culpa, el dolor y el miedo, nadie sino los seres como yo puede experimentarlos tan puros, tan enteros.
Continuar con este destino me atormenta; dejar de existir, también. ¿Entiende ahora por qué afirmo que no es grato este oficio de ángel de la muerte?
Le parece ridícula y falaz mi historia. Sin embargo usted, que es un escéptico tenaz, no logra explicarse cómo llegó ésta a sus oídos, y menos se explica el papel de interlocutor que ha jugado. Quisiera borrarla de su mente o fingir que no la escuchó. Mira a su esposa y a sus hijos en busca de algún gesto que le confirme que lo oído por usted es real, que no se trata de una invención de su mente. No se afane: ellos, aunque algo presienten, desconocen lo dialogado por nosotros.
De nada vale negar el desasosiego que ha experimentado con sólo oír mi voz. La angustia que comienza a experimentar es real, como real es el miedo que está sintiendo correr cual gusanos sobre las sienes y la nuca.
Está ansioso por llegar a su casa; anhela la seguridad y el calor que ésta le brinda. Se recrimina por su estupidez; no tendría que transitar a altas hora de la madrugada en una calle solitaria y oscura, bajo esta pertinaz lluvia que obstruye su visión. Si sólo la hubiera complacido… se acusa.
Se arrepiente de su último arrebato de ira y del rudo e injusto trato que les dio a sus hijos y a su esposa cuando le sugirieron esperar a que amainara la tormenta. Ellos le manifestaron su temor; usted se burló de ellos y de su recelo, y ahora es preso de la culpa. ¿Culpa? —se pregunta—¿por una insignificancia? ¡Por favor! Necesitaría hacer más, mucho más que esa minucia para sentirse culpable —piensa envalentonado—. Le repito: no importa qué tan leve o qué tan grave sea su ofensa, yo no requiero justificación alguna para obrar. Usted simplemente está sintiendo una culpa de la que no atina a ver la razón. Tampoco entiende por qué está sintiendo este miedo paralizante. Créame, miedo y culpa no hacen una saludable mezcla.
Ahora su miedo deviene terror; se apodera de usted, lo arrastra hacia límites insospechados. ¿Escucha el silbido del tren que se aproxima? ¿Siente la vibración que provoca a su paso? ¿Tiene idea de la velocidad con que se acerca?
Déjeme darle una última noticia: también va a doler.
*Texto cedido por la autora y Braun Ediciones, perteneciente al libro Solas y muertas (Editorial Mastodonte, 2021). ¡Aquiérelo AQUÍ!
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Eva Leticia de Sánchez (Hidalgo, 1959). Hidalguense de nacimiento y mexiquense por elección, es autora de los libros El desencanto de las sombras (Ediciones sin nombre 2010, Ediciones B 2012 y Mastodonte 2020) y Solas y muertas, (Ediciones sin nombre 2015 y Mastodonte 2021). Licenciada en Derecho por la UNAM, diplomada en creación literaria por la EME y por Literaria CME. Miembro fundador de la revista cultural Deletérea y jefa de redacción de la misma hasta el 2020. Estuvo, a lo largo de 25 años, en los talleres de creación literaria de Rosa Nissán, Agustín Monsreal, Daniel Sada, Mario González Suárez, Edmé Pardo, Ricardo Bernal, Isaí Moreno y Miguelángel Díaz Monges. Participó en SEMMéxico con una columna quincenal titulada «Costumbres». Ha publicado cuentos en las revistas Deletérea, Replicante y De la tripa, entre otras.