«Mi novela tenía otro título de trabajo, La abadía del delito. Lo descarté porque fija la atención del lector en la trama policíaca y hubiera podido engañar a desafortunados compradores a la caza de historias de acción, y hacerlos comprar un libro que los hubiera decepcionado. […] La idea de El nombre de la rosa me llegó casi por casualidad. Me gustó porque la rosa es una figura simbólica tan densa de significados que casi no tiene ninguno».

–Umberto Eco, El bautizo de la rosa.

Novela monumental tanto en extensión como en erudición así como en su intrigante trama, El nombre de la rosa posee tres características primordiales a las que el lector se enfrenta desde sus primeras páginas: la primera tiene que ver con la estructura clásica del thriller detectivesco, donde alguien en primera persona cuenta las proezas de un sujeto cuyas facultades deductivas y racionales le permiten descifrar misterios y crímenes en apariencia imposibles de resolver. Por lo general este narrador suele ser un amigo íntimo, un colega cercano o incluso un discípulo animoso que no duda en seguir a muerte al protagonista hasta que todo queda esclarecido.

Vale la pena mencionar que este género fue ideado por Edgar Allan Poe en tres de sus mejores relatos: «Los crímenes de la rue morgue», «El misterio de Marie Rogêt» y «La carta robada», en los que un narrador anónimo nos presenta al primer detective literario llamado C. Auguste Dupin, modelo que posteriormente retoma Arthur Conan Doyle para darle forma a su afamado Sherlock Homes y a su inseparable Dr. Watson, sin dejar de lado a Umberto Eco que ideó la figura del sabio fray Guillermo de Baskerville y a su inseparable alumno Adso de Melk, quien es el que cuenta la historia que ahora nos concierne: en el frío mes de noviembre de 1327, Guillermo de Baskerville es encargado de esclarecer una serie de asesinatos en una abadía benedictina situada en un lugar impreciso de los Apeninos.

Los monjes ven en estas muertes signos inequívocos del apocalipsis, por lo que viven en un estado de terror constante. Sin embargo, menos supersticioso que todos ellos, el sagaz fraile descubre al verdadero asesino quien envenena los pliegos de un libro que varios copistas traducen en ese momento. En este argumento tan singular es llamativo el motivo del asesinato: evitar que se conociese y difundiese la parte, perdida hasta hoy, de la Poética de Aristóteles que habla de la comedia y de la risa, pues según el asesino, este fragmento que existe ficticiamente solo en la biblioteca de la abadía, la risa se eleva a la categoría de arte y esto conllevaría a los hombres a la liberación del miedo a la muerte, del miedo al diablo y del miedo a Dios, herejías impensables para este fanático religioso.

Esta última circunstancia es lo que nos lleva a la segunda característica preponderante de la vasta novela: el subtexto es en realidad un tratado teológico histórico que habla, a grandes rasgos, de cómo la escolástica medieval, que era una forma de pensamiento en la que se despreciaba cualquier forma de ciencia fuera de los textos bíblicos, comenzó a ser superada por el racionalismo filosófico. En este caso ambas posturas recaen alegóricamente en el asesino, que impide a cualquier persona acceder al conocimiento culto, y en fray Guillermo de Baskerville, cuya postura —didáctica en toda la historia— está a favor de que la humanidad se entere del gran legado aristotélico, que no representa otra cosa que la sabiduría máxima.

Además, existe una tercer variante más sutil todavía: como catedrático universitario especializado en semiótica, durante todo el libro el autor vierte sus juicios filosóficos sobre dicha materia, disfrazados en largos diálogos en latín medieval.

Ahora bien ¿por qué El nombre de la rosa y no La abadía del delito como era el título que Umberto Eco había pensado desde el principio? Bueno, al final del manuscrito Adso de Melk, que recuerda estos hechos siendo ya un anciano, menciona poéticamente que todas las cosas son perecederas y finitas, por lo que solo nos quedan las palabras por las cuales las evocamos. Parafraseando, podemos decir que cuando una rosa muere, lo único que nos queda de ella es su nombre, de ahí El nombre de la rosa. En sus propias palabras:

Me internaré de prisa en ese desierto vastísimo, perfectamente llano e inconmensurable, donde el corazón piadoso sucumbe colmado de beatitud. Me hundiré en la tiniebla divina, en un silencio mudo y en una unión inefable, y en ese hundimiento se perderá toda igualdad y toda desigualdad, y en ese abismo mi espíritu se perderá a sí mismo, y ya no conocerá lo igual ni lo desigual, ni ninguna otra cosa: se olvidarán todas las diferencias, estaré en el fundamento simple, en el desierto silencioso donde nunca ha existido la diversidad, en la intimidad donde nadie se encuentra en su propio sitio. Caeré en la dignidad silenciosa y deshabitada donde no hay obra ni imagen.

Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quien, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus.

Así pues, como todo buen libro, esta lectura tiene distintos niveles a los que corresponde una historia policiaca, un tratado teológico y un texto didáctico sobre semiótica, por mencionar solo algunos. También existe una magnífica versión cinematográfica interpretada por Sean Connery y Christian Slater que guarda con mucha fidelidad la esencia de esta bella historia. Te invitamos a que te acerques a cualquiera de las dos versiones.