(cuento)*

Alí Boites (Ciudad de México, 1964)

Escritora del género policiaco y traductora. Autora de Muerte en el Cerro de la Estrella (1999), Muerte en el Cerro del Tepozteco (2002) y Muerte en el Cerro de las Campanas (2010). Ha sido ganadora en dos ocasiones del Premio Dashiell Hammett a la mejor novela negra escrita en español. Conduce el programa de radio Frecuencia Violencia.

(Decidió ser escritora cuando conoció a María Elvira Bermúdez en Cuautla. Alí asistió a todas las ediciones del Festival de Letras La Palabreja de 1977 a 1979, donde anualmente se daban cita los mejores ejemplos de literatura policiaca mexicana. Iba como espectadora, pero logró filtrarse como invitada en un desayuno para los ponentes. Ahí estaba Bermúdez tramando el cuento sobre el supuesto asesinato de Rubén Salazar Mallén, desaparecido a causa de una intoxicación etílica. A partir de ese momento, asistió sin falta a las tertulias en la casa de la escritora en la colonia Roma. Alí me confesó que con ella saboreó las cubas más generosas y la sólida defensa de la novela británica de acertijo. La muerte de Bermúdez la impulsó a continuar su legado a través de la escritura de una veintena de libros del género. En Escriba su nombre completo, la autora hace referencia a Las Elegantes. Una de ellas ha muerto por homicidio. Se sugiere el fin del grupo, que en esta ficción, por cierto, está compuesto por hombres y mujeres. Aparece por primera vez la icónica detective Isolina del Toro.)

 

Escriba su nombre completo

Es bien sabido que para ser una buena detective se necesita más que nada tener un mal nombre. A las que tenemos un mote fatídico, lo único que nos queda es dirigir nuestros esfuerzos profesionales a convertirnos en unas maestras de la investigación. Porque sólo así, desentrañando enigmas a partir del uso afinado de la inteligencia y la observación, ponemos en alto nuestro nombre, y si no, por lo menos, nos llaman por el apellido.

Sumida en mis pensamientos acerca del devenir de importantes detectives como Poirot y el rechoncho padre Brown, paladeaba yo un Acapulco Gold helado, mi bebida favorita desde el primer día en el puerto, una combinación nutritiva de jugo de naranja, piña, leche de coco y media crema, cuando me di cuenta, por enésima vez, de que en el librero faltaba uno de mis libros de Simenon, aquel en el que ya retirado, el comisario Maigret debe encontrar al culpable de un asesinato que se ha imputado a su sobrino Philippe. Recordé a Philip Marlowe, por la mera homofonía, y decidí que era un buen momento para reponer mi ejemplar perdido y, de paso, completar mi colección de Chandler. Las ferias del libro son una oportunidad para encontrar ofertas y hacía una semana que estaba abierta una en la costera. Hacer lo que una quiera a la hora que sea es uno de los beneficios de ser una detective retirada. Me levanté de la hamaca, pensando que nunca supe el nombre de pila del padre Brown, pues la única pista era una «J» como inicial; tal vez fuera uno muy vergonzoso.

© Arturo Sandoval

Al llegar al centro de convenciones lo primero que noté fue la mala ventilación. Un par de portones abiertos por ahí hacían las veces de ventiladores. Siempre he sudado como loca apenas me da calor, pero en esa ocasión no tenía ni quince minutos de haber llegado y ya traía los sobacos empapados. Poco tiempo después de lo sucedido, me enteré en los registros del meteorológico de que ese día había sido precisamente uno de los más calurosos en Las Bonitas. Quizás eso hubiera tenido algo que ver con que se calentaran los ánimos un poco más tarde, como contaré más adelante. De regreso a la escena que nos concierne, me senté frente a una ventila que soplaba aire acondicionado de tanto en tanto, al lado de unos gordos que movían sus cabellos de un lado a otro como modelos de anuncio de televisión. Parecían los personajes de un cuadro del Bosco talla 46. Hojeaba mi más reciente adquisición, el nuevo libro de Umberto Eco, El nombre de la rosa, cuando de pronto una señorita obesa, con vestido negro ajustado, me invitó a pasar a la sala del fondo, decía que se trataba de la presentación de una revista. Su expresión era algo rígida; se tapaba la boca al hablar con las manos. Acomodó sus lentes de pasta, parecidos a los que usan los intelectuales, pero que a ella la hacían ver como normalista. Atraída más que nada por el aroma a Old Spice que provenía del salón, entré. Los olores frescos en una playa como ésta, donde decidí pasar mis últimos años, son poco frecuentes y me dejé llevar. Al jubilarme quedé de ponerme en contacto con mis emociones, pues durante toda mi carrera aposté por el raciocinio. Me conmovió que me quisieran ahí con todo y mi hedor. Estaba algo apestosilla.

El lugar era pequeño, apenas unas cinco hileras de asientos y una mesa larga al frente con dos sillas, y estaba vacío. Comprendí que me querían para llenar. Si hay algo que no puedo evitar, aun cuando llevo años sin resolver un caso, es hacer una inspección rápida y concienzuda de los escenarios, los objetos y las personas al primer golpe de vista. Lo mismo debe pasarle a cualquiera que ha destinado su vida a una sola actividad. Me senté cerca del estrado para grabarme las cosas y los rostros. Qué maravilla es llegar temprano a cualquier lugar, antes que nadie, para adecuarse a la luz, la temperatura, el olor. El color rojizo de las paredes me resultaba inquietante. Supuse que se debía al uso que se le había dado antes a este centro de convenciones, en sus mejores tiempos había sido la sede del famoso Las Bonitas Fest, presidido por Raúl Velasco.

El salón se llenó de pronto. Pensé que era mucha gente, pero cuando se sentaron descubrí que eran los mismos gordezuelos de afuera, sólo que por su voluptuosidad ocupaban mayor espacio. La del vestido negro apretado cargaba con trabajos un paquete con las revistas de la presentación. Las acomodó en una mesita de plástico por orden de aparición: tenían cinco números publicados y el papel era satinado, de buena calidad. Lo noté porque es fácil de notar en un lugar como aquí, donde los pliegos siempre terminan doblados por la humedad.

A minutos de haber comenzado, me quedó claro por qué me abstendría en el futuro de asistir otra vez a presentaciones de este tipo: son aburridas y empalagosas. Los comentadores la calificaron como la mejor revista literaria de México, nada más les faltó decir que de Latinoamérica entera. La pusieron como la más plural y crítica: demasiada zalamería. Agarré mis libros y me dirigí hacia la puerta de puntitas. Uno de los ponentes, de voz afeminada, llamó mi atención tal como hacen los payasos de la calle cuando alguien intenta escabullirse de su aburrido show. Me pidió que me quedara porque se trataba de una ocasión especial: anunciarían el final del proyecto. Ni un número más.

Cuando me volví, noté tristeza en los ojos del hombre que me pidió quedarme. Llevaba un sombrero gris más pequeño que su cabeza y zapatos sin calcetín. Me senté en uno de los asientos de atrás y me di cuenta de que había olvidado algo básico para una perito encubierta como yo. Todos en el salón sollozaban y me percaté tarde porque me encontraba al frente. Una buena detective nunca se sienta adelante, sino hasta atrás. O sea, en cuanto a ubicación se refiere, no al estado etílico. Aclaro, por si surgen dudas. El caso es que me había equivocado. En mi descargo, diré que soy una mujer mayor, que para nada es una disculpa, por supuesto, sino una probable razón.

Un joven de esmoquin se levantó entre el público para dar unas palabras en memoria del que parecía haber sido uno de los colaboradores de la revista, muerto semanas antes, llamado Nicolás. Entonces se abrió la puerta del salón. Era un hombre con los ojos como platos que venía a dar otra noticia espeluznante, además de la que acababa de enterarme sobre el reciente fallecimiento de su amigo: «Idea está muerta en el baño». Al escuchar eso me dije: «¡¿Idea?! ¡Vaya!, hay algunas personas que también tienen malos nombres, pero en lugar de ser detectives se dedican a la literatura».

No era la primera vez que estaba cerca de la escena de un crimen por casualidad. Supongo que a todas las detectives les pasa por lo menos una vez en el ejercicio de aclarar misterios. Hay muchos asesinatos en las ciudades y, aunque suene inverosímil, también hay bastantes detectives para encontrar a los culpables, que nunca den con el bueno esa es otra cosa, pero de que los hay, los hay. Aquí en Las Bonitas, por ejemplo, surgió hace unos años la primera agente secreta de México, de la cual, por cierto, nos sentimos todos orgullosos, yo en especial, porque ha sido mi mentora, sin saberlo, claro, porque no nos conocemos en persona, y me inspiró a dedicarme a esto, además de mi mal nombre. Ella se llama Emilia Cruz. Pasó de ser una simple policía como cualquiera a convertirse en la investigadora más eficiente que hemos conocido en las últimas décadas. Es famosa por involucrarse en los casos de desaparición. Sigue activa en el ejercicio de la profesión, en cambio yo sigo trabajando sin querer. La última vez que evité desvelar mi oficio resultó que había otro igual ahí mismo y me convertí en una sospechosa más; perdí medio día en el interrogatorio. Así que con el tiempo me he convencido de que siempre será mejor tomar el caso desde el principio. Por eso aún guardo mi credencial de servicio en la bolsa y algunas tarjetas de presentación.

—Clausure el baño, no permita que nadie entre. Mi nombre es Isolina del Toro, detective privada —dije y repartí entre los asistentes unas tarjetas de presentación. La credencial no la encontré—. Nadie sale de aquí.

El hombre que dio el aviso se me acercó y casi hincado me tomó los brazos con ambas manos, suplicando:

—Gracias a Dios, señora del Toro. No deje que nadie se entere de esto. —Y se presentó como el director de la feria. Lo miré con lástima porque iba a tener que declarar. Todos eran sospechosos y en situaciones como ésta suelo suspender las garantías individuales de los implicados relacionadas con la movilidad. Le pedí que cerrara con llave la puerta del salón y me llevara al lugar de los hechos. Al pasar el seguro por fuera, los de adentro comenzaron a protestar con que los dejáramos salir.

Había una bola de gente afuera del tocador para damas, no la suficiente para alarmar a los visitantes de la feria que seguían comprando en las rebajas. Apenas abrí la puerta vi a lo lejos un trozo de tela negra. Era la muchacha del vestido. Pasé saliva con dificultad. El director de la feria calmaba a la gente con palabras temblorosas. El cadáver de Idea yacía en el último compartimento privado en una posición un tanto extraña: hincada frente al excusado con media cabeza sumergida y un disparo en la espalda a la altura del corazón. Recordé al otro escritor muerto del que habían hecho mención.

De regreso al salón, aproveché para interrogar al director de la feria. Traía un jarrito de chilate en la mano:

—Disculpe… lo uso para los… nervios —dijo entre eructos casi imperceptibles y levantó el tarro tímidamente. Seguro traía piquete.

—¿Cómo supo de la muerte de la señorita Idea? —comencé.

—Me avisó la afanadora —eructó.

—¿Por qué no quiere que demos caso a la policía? —cambié de tema.

—No quisiera que mi feria se desprestigie, señora del Foro. —Eructó dos veces seguidas—. Usted sabe, y espero que me entienda, mire, es un negocio familiar. ¡Es la única feria literaria de Las Bonitas!

—Este, sí; del Toro, por favor, mi apellido es del Toro. ¿Podríamos hablar con la afanadora? —Parecía como si yo hiciera caso omiso a sus declaraciones, pero, en realidad, era una táctica para menguar el nerviosismo en el interrogado.

—Sin duda, claro, cuente con ello, ¿ahora mismo?

—¿Cómo supo que la señorita Idea conocía a los de aquí adentro? —Señalé con el índice la puerta del salón.

—Porque fue ella la que gestionó la presentación de la revista con nosotros.

El director de la feria era una de esas personas a las que se les dificulta hilar una frase sin eructar por lo menos una vez entre una palabra y otra. Estaba perturbado, sin lugar a dudas, pero era inocente. Por la forma en que se arrodilló frente a todos para pedirme que nada del asesinato se supiera entre los visitantes confirmé que él no era el asesino. Un asesino casi siempre se muestra tranquilo en exceso.

—¿Podría traer a la afanadora? —le pedí mientras abría la puerta.

—Claro que sí, licenciada del Coro. —El hombre asintió con la cabeza varias veces y se alejó rápidamente, pero antes de que se fuera muy lejos le dije:

—Mi apellido es del Toro, no del Coro. Del Toro, acuérdese.

Descarté al primer sospechoso; el director de la feria se mostraba dispuesto a cooperar con la investigación, pero tampoco era muy cuidadoso con respecto a lo que decía. No buscaba agradarme, incluso había confundido mi apellido. Sus respuestas parecían sinceras. No provenían de alguien que se pensara mucho las cosas. El responsable del crimen debía ser alguien con más carácter que obligó a Idea a salir de la presentación, porque ella no lo habría hecho por voluntad. Era una ocasión importante: el fin de su propia revista. Si por ella hubiera sido, se habría quedado a presenciar el evento final.

Era evidente que ninguno de los que estaban ahí era el ejecutor. Sin embargo, cualquiera podía ser el autor intelectual. Como el asesinato había ocurrido en el baño de mujeres, empecé por el sexo femenino. Llamé a una de las dos muchachas, además de Idea, que estaban en el salón. Salimos a un costado, a un cuarto que los responsables de la feria dispusieron para el interrogatorio: una mesa y dos sillas, unas hojas y una pluma.

—Escriba su nombre completo, por favor.

La chica siguió la orden.

—Olivia, dígame, ¿qué siente en estos momentos? —La miré, recargándome en el respaldo de la silla.

—Confusión, señora —dijo mordiéndose el labio inferior.

—¿Le dijo Idea a dónde iba cuando salió del salón?

—Al baño, parece que le dolía el estómago.

—¿Había comido algo echado a perder?

—No sé, señora. Idea era muy rara. No hablaba con nadie.

—¿Quién organizó esta presentación, Olivia?

—Ella.

—¿Sabe si tenía novio?

—No tenía. Nunca iba a fiestas y cuando lo hacía iba sola. No bebía una gota de alcohol cuando íbamos al Baby O.

—¿Cuándo murió Nicolás? —Recordé el discurso del joven de esmoquin.

—No sé, señora. Serán dos semanas.

—¿Cómo murió?

—Lo asaltaron, vivía en el Círculo. Ya ve que es bien peligrosa esa colonia.

A primera vista podía descartar un crimen pasional. Idea era una mujer de bajo perfil. No se metía en problemas. Casi siempre las primeras coartadas parecen inofensivas. Olivia era una mujer de pocas palabras, perdía muy pronto la concentración. Al parecer tampoco era culpable. El asesino es metódico. ¿Y si se trataba de un asesino serial que quería acabar con este grupo de escritores rollizos? Después de todo, Nicolás también había recibido un disparo en lo que parecía supuestamente un atraco. Despedí a mi informante en la puerta y me asomé para ver si ya estaba lista la afanadora, pero el director de la feria me comentó que debido al cambio de horarios se había ido minutos después del asesinato, pues desconocía el protocolo que se sigue en estos casos. Le dije que era importante hablar con ella, le pedí que la trajeran de vuelta.

Entró una mujer con corte de pelo a la garçon, muy corto en la nuca, casi rapado y con un par de mechas largas por delante. Le daba un aire de misterio, o quizás fuera que endurecía sus facciones y enmarcaba el rostro. Estaba tranquila. Tras hacerle escribir su nombre completo en una nueva hoja, inicié el interrogatorio:

—¿Qué opina de la muerte de la señorita Idea?

—Mi religión no me permite desearle la muerte a nadie. Siento culpa.

—¿Culpa?

—Aunque también tengo motivos para sentirme complacida por su trágico desenlace.

—¿A qué se refiere con que le complace?

—Me hizo una mala jugada. Tengo derecho a sentirme bien con lo que pasó.

—¿Qué le hizo?

—Verá, Idea hacía reseñas literarias para una revista. Comentó mi primer libro ácidamente.

—Abunde en ello, Marta, si es tan amable.

—Decía que sólo un par de minificciones eran buenas y que el título del libro parecía el de una canción de protesta.

—¿Cómo se llamaba?

El breve espacio. —Disimulé la risa.

—Algunos dicen que Idea no se metía con nadie. Me resulta difícil creer lo que me dice.

—Le doy la razón. Después de un tiempo, me convencí de que su crítica no era personal. Nunca se mostró complaciente; estaba a favor de la literatura, no de los literatos. Y si el texto era malo, no había por qué defender al autor.

—De ahí la culpa, entonces.

—Sí, nunca pude decirle que admiraba su compromiso con las letras.

—¿Cree que la muerte de Nicolás esté relacionada con la de Idea?

—De ningún modo. Lo de Nicolás terminó en que había sido suicidio. Idea tenía un balazo en el cuerpo, ¿no?

—¿Cómo lo sabe?

—El director de la feria lo está diciendo afuera.

© Arturo Sandoval

¡Válgame Dios! Con que Nicolás había muerto por su propia cuenta. ¿Quién los entendía? Aunque algo en mi interior me decía que esa conclusión era falsa, también descarté la posibilidad de que se tratara de un asesino que buscaba dar el tiro de gracia a la literatura de Las Bonitas. Estaba dejándome llevar mucho por las corazonadas y mi lado racional se interpuso, aunque quizás debí hacerle más caso a la intuición. Estoy aprendiendo que ésa nunca falla. De vuelta a nuestra escena, despedí a Marta y aproveché para menguar los ánimos del director de la feria, los cuales al parecer contradecían su necesidad de mantener el embrollo en secreto. Lo amonesté con la mirada y le lancé una petición poco amable de que se callara la boca. Luego me fui a orear unos minutos a uno de los portones que estaban abiertos, porque mi propio sudor me estaba incomodando. Necesitaba refrescarme. Con el viento de mi abanico en la cara, recordé lo cómoda que yo estaba en mi hamaca horas antes, disfrutando de un Acapulco Gold. Resulta que el nombre de mi bebida favorita es el mismo que el de una variedad de marihuana cuyas flores parecen joyas.

El siguiente en el interrogatorio sería el joven de esmoquin aquel, quien había rememorado a su compañero muerto. Se llamaba Herles. Sentí una confianza inmediata hacia él. Quizás porque nos habíamos sentado juntos antes.

—¿Qué significa su nombre? —lancé la pregunta, en apariencia inocua.

—Mi padre me puso así porque él es de Huancayo, un pueblo en el centro del Perú.

—¿Y? —Noté que tenía acento extranjero.

—En honor a su pueblo que empieza con «h». —Me miró con los ojos bien abiertos, esperando mi reacción, pero me quedé callada, mirándolo—. No me crea, gentileza, me llamo Asunción. ¿O qué? ¿A poco nunca ha querido cambiarse el nombre? Yo lo hago cada que puedo.

—¿Usted mató a Idea? —Me conozco y sé que con la gente que siento inmediata empatía debo ser más dura y directa, porque se me escapan vivos. Más en esta etapa de conectar con mis emociones a la que me estaba abriendo. Claro que en alguna ocasión soñé con cambiar mi nombre.

—Le contesto de una vez que no. Y eso que llevo varios días pensando en escribir un cuento de policías y ladrones.

—Le pido que sea serio, pareciera que no está dispuesto a contestarme con la verdad.

—Con la verdad y nada más que la verdad. Le digo que quiero escribir un cuentillo de esos de asesinatos, y para eso tendría que matar a alguien.

—Asunción, centrémonos en el asunto.

—Para escribir hay que vivir. Y mire, si tuviera que matar a alguien no tendría empacho en que fuera Idea. Tan calladita, tan invisible.

Una mujer delgada en zapatos zuecos y pantalón de mezclilla apareció afuera, limpiándose las lágrimas de los ojos con cuidado de no correr el rímel. Era igualita a Idea. Se presentó como Lourdes, hermana de la víctima, y le pedí que aguardara en el salón con los demás. Mis años de experiencia me han enseñado que interrogar a los familiares inmediatamente después de que han sido enterados de la muerte de un ser querido no arroja los mejores resultados. A menudo están confundidos y proporcionan información errónea. Es preferible esperar a que se calmen y para ello había tiempo pues aún faltaban las coartadas de otros sospechosos. Cuando abrí la puerta del salón, la mujer se lanzó a los brazos de Asunción. Tomé nota y volví al cuarto de interrogatorios. Esto se estaba poniendo cada vez más difícil. Suspiré. Si era honesta, no tenía ni la menor idea de quién podía ser el culpable de la muerte de Idea. Para resolver un caso de estas dimensiones habría necesitado de un equipo. Yo sola iba a ser complicado. De hecho, ahora que lo pienso ignoré una pista importante: Asunción y la hermana de la víctima se conocían y él nunca me lo mencionó. Aunque, bueno, tal vez hubiera sido porque jamás se lo pregunté. Quién sabe.

Ninguno de los interrogados hasta ese momento era zurdo, según demostraron al usar la mano derecha para escribir sus nombres. El ejecutor lo era, pues el disparo estaba del lado del corazón y había sido percutido en el diminuto baño con la puerta cerrada, con la víctima tumbada en el piso y de espaldas. El proyectil había salido del cuerpo de Idea en trayectoria recta por el pecho. De haber sido disparada el arma con la mano derecha en tan poco espacio para la ejecución, la bala habría perforado en diagonal. Me quedé en silencio unos minutos dentro del cuarto. Ninguno era zurdo, ninguno había tenido la oportunidad, pero todos tenían un motivo. En serio quería creer que me interesaba el caso, pero las fuerzas comenzaban a menguar en mí y me estaba asando. Soy una mujer mayor, por Dios.

© Arturo Sandoval

Fui al baño de la feria, más que nada para echarme agua en la cara, pero también es cierto que esos sitios y los balcones para fumar son lugares propicios para una detective. Ahí se cuentan confidencias. De modo que como eran condiciones extraordinarias las que estábamos viviendo, me metí al de caballeros para esperar alguna pista. Tras refrescarme, me aposté encima del excusado a pensar un poco. Puede ser una postura incómoda pero es la mejor para engañar a quienes entran, pues al no ver ningún par de pies sienten que están solos y se les suelta la lengua. No había nadie, así que repasé en la mente las coartadas: ninguna era sospechosa. Un intempestivo portazo me hizo brincar de la taza y estrellarme en la puerta, que se abrió al instante con mi peso, lanzándome fuera. Era un hombrecillo de baja estatura y pantalones holgados. Se acercó a mí, como si me estuviera buscando. Sostenía en la mano izquierda un bestseller, Regina, de Antonio Velasco Piña.

—Yo la maté —dijo, azotando el ejemplar en el lavabo.

Pensé que se trataba de una trampa y que aquel hombre era un chivo expiatorio. No es común que un culpable asuma su responsabilidad con tal desparpajo, si fuera así no existiríamos los detectives. Pero el supuesto asesino insistió en que él había sido. Su pésimo gusto literario me hizo sentir que tenía razón.

—Escriba su nombre completo, por favor.

Vaya pues, hay individuos que también tienen mal nombre pero al parecer se convierten en asesinos. Se llamaba Evangelio Martínez. Podría tratarse en efecto del tipo siniestro que estaba buscando, o no, pero descubrirlo me iba tomar más tiempo del que estaba dispuesta a perder en la investigación. Aproveché que ya se había echado la culpa él solito. Insisto, soy una vieja, una detective retirada, trabajar a 39 grados centígrados nunca se me dio. Salí del baño; la afanadora esperaba afuera con el director de la feria. Les guiñé el ojo, hice un gesto con los dedos de que aguardaran un poco y me enfilé hacia uno de los grandes portones que hacían las veces de ventilación. Los dejé ahí con su teatrito.

*Texto cedido por la autora y Paraíso Perdido, perteneciente al libro Las elegantes. ¡Adquiérelo AQUÍ!

Didí Guitierrez (Ciudad de México, 1983). Estudió la carrera de Ciencias de la Comunicación en la UNAM y el diplomado en Creación Literaria de la Escuela de Escritores de la SOGEM. Obtuvo la beca Jóvenes Creadores Fonca en cuento y novela. En 2019 ganó el I Premio de Crónica Breve Carlos Monsiváis. Sus textos se han publicado en La Peste, Punto de Partida, Letras Libres, El Cultural, La Tempestad, Hoja Santa, Revista de la Universidad y en las antologías Cromofilia (Ediciones Eon, 2010) y No te dejaremos ir (Producciones Salario del Miedo y UANL, 2020). Trabajó como editora y reportera en el periódico Reforma y la revista Picnic y, como coordinadora editorial, en la editorial Sexto Piso. Es directora editorial del fanzine sobre moda y humor Pinche Chica Chic y editora independiente. Ama el postre.