(cuento)*

¡Ah si todo pudiera
comenzar otra vez
de un solo golpe; de una
pura y simple palabra!

Yo entonces volvería
cantando por el bosque
y al pie de aquella encina
después del claro allí

donde tantas mañanas
transcurrieron felices
buscaría el tesoro
que enterré siendo niño.

José Agustín Goytisolo

En el pueblo, la tierra y el cielo siempre han estado un poco confundidos. El cielo abajo y la tierra arriba. Por eso podíamos contemplar aquel azul intenso, manchado de nubes y cruzado por franjas candentes de luz, y sentir que mirábamos un reino desierto o un cementerio bajo el mar. Por eso andábamos acá abajo flotando con sopor, como entre sueños, arrastrando los pies entre las calles y callejones empedrados, ligeros como las libélulas que descendían todas las tardes desde el sol para refrescarse en las piletas de las casas. Por eso llegar hoy a la casa apenas iluminada y con todo alrededor en penumbras me hace sentir como si me sumergiera en un estanque negro y sin fondo. En un pozo sin salida en donde el corazón de todo el que entra se desmoraliza por la pena y la nostalgia hasta convertirse en un frágil terrón sin brillo.

 

Cierro los ojos:

Nos veo de niños, parados sobre el montón de grava que había frente a la casa. No recuerdo qué esperábamos, pero yo miraba el cielo sin moverme mientras un calor vivo me hacía sentir la piel seca y cuarteada. El fuego solar se reflejaba en la superficie y nos dejaba ciegos por la luz. Recuerdo bajar a brincos por la montaña de piedras y correr hacia la casa. Recuerdo la dureza de la tierra bajo mis pies. Capas de polvo y rocas volcánicas acuchilladas por los fragmentos de obsidiana que se multiplican por el subsuelo. Esa tierra que hoy te cubre a ti y a nuestros antepasados y que quizás algún cubra a mis padres.

 

Abro los ojos.

Es increíble que esa misma casa esté hoy tan callada. No todos lloran. De hecho, no a todos les importa que estés muerto. Algunos están cabizbajos por pura y sincera empatía, porque lo que ocurre aquí es horrible, antinatural. No quiero que sea mañana y despertar y seguir sintiendo esto. No quiero que el día vuelva a encenderse ni que los pájaros empiecen a cantar de nuevo mientras sigo sintiendo esto, mientras tenemos que seguir usando la ropa negra para que no se vea lo que llevamos dentro. Que calle lo demás también, el sol y los animales, en lo que despertamos.

 

Cierro los ojos y recuerdo nuestra estrella fugaz.

¿De dónde regresábamos esa noche? ¿Por qué no estábamos en la casa tomando Milo con leche con tus hermanas y mis hermanos? Veníamos caminando por la calle larga y torcida que sube desde el arroyo. Un camino con menos iluminación que los demás. Recuerdo el cansancio, las piedras encajándose en mis tenis y lastimando mis pies adoloridos.

Pero nos sentíamos felices. Íbamos jugando con la lámpara, alumbrando las cercas y los árboles, haciendo que parecieran cosas vivas. De pronto, cuando estábamos a unos minutos de la casa, vimos esa gran luz brillando en el cielo. Medio blanca, medio azul o morada. «¿Qué es eso?», dijiste tú o dije yo, y el otro contestó: «No sé». Y no hablamos nada más. Se acercaba, y mientras se acercaba iba haciéndose más grande. Su cuerpo parecía arder. Su trayectoria dejaba una cola momentánea y casi transparente. Por un instante creí que iba a aplastarnos, que iba a incendiar todo el pueblo.

Lo primero que pensé cuando notamos que estaba encima de nosotros fue que no volvería a ver a mis papás ni a mis hermanos. Que no quería morir quemado ni que ellos murieran quemados. Pero cuando estuvo más cerca nos dimos cuenta de que no era tan grande y que su trayectoria se alejaba de nosotros. Lo que era enorme era la luz que la envolvía. Pasó a gran velocidad sobre nosotros, iluminándonos por un instante. Algunos perros ladraron y aullaron asustados, y un burro se puso a rebuznar como desquiciado por encima de los demás ruidos de la calle.

Durante la fracción de segundo que estuvo encima de nosotros, vimos que era sólo un pedazo de algo, una extraña forma geométrica con un resplandor raro que la hacía parecer más grande. Después la perdimos de vista y escuchamos un choque remoto, un crujido grave y una lejana sacudida de ramas. Al parecer había caído en el arroyo. Un estrépito nos sobresaltó a los lejos, parecía un árbol partiéndose y cayendo. Algunas casas encendieron sus luces. Luego las apagaron. Los perros dejaron de ladrar paulatinamente. Quizás alguien se asomó. Después, silencio.

—Vamos —me dijiste.

—No, espérate.

Entonces empezaste a caminar y yo a seguirte. El olor, ¿lo recuerdas?, parecía que el aire se estuviera quemando. Y el ruido mientras caía era como si una bandera colosal ondeara a toda velocidad. Ambos permanecieron durante algún tiempo, aunque apenas perceptibles, mientras caminábamos hacia el lugar del impacto. La oscuridad susurraba, era una especie de jadeo lento que acentuaba el hermetismo de la noche. El camino se había convertido en una garganta negra que se dirigía hacia el fondo del pueblo.

Al llegar al arroyo, tiritando en medio de un frío que se confundía con la oscuridad, fui consciente de que el silencio se había terminado de repente, y ahora el ruido de los grillos era caótico, sin ritmo, desafinado y ensordecedor. «Busca el árbol caído», te dije con la intención de que alumbraras en otras direcciones.

Apenas caminamos unos metros y yo caí en un charco. La pierna derecha me quedó enlodada hasta la pantorrilla. El pantalón me pesaba y tenía miedo de que se me hubiera quedado un animal pegado. Viste algo y empezaste a caminar más rápido. Antes de alcanzar a preguntarte, estábamos frente un árbol trozado, con la parte superior colgando como moribunda. Nos rodeaban cardones y otras plantas espinosas. Yo creía que no encontraríamos nada, como cuando íbamos a buscar tesoros enterrados y regresábamos sucios y cansados, felices de habernos aventurado, aunque sin tesoro. Por lo tanto, la sensación que siguió a esos momentos casi no la he vuelto a tener. Esa sensación de acertar, de pensar en una hipótesis, tomar el riesgo y acertar. Porque delante del árbol, un poco a la izquierda de donde permanecíamos absortos, una luz viva e insólita parpadeaba entre la hierba y los espinos.

 

(Abro los ojos.

Pienso: Muchas veces he soñado ese día, siempre de maneras distintas. Desde el principio. En uno de los sueños que recuerdo mejor, regresamos de una charreada, el sol ya está totalmente oculto. Somos dos niños borrachos porque se tomaron un vaso de carnaval. Sedientos y polvorientos, nos perdemos en el camino. No sabemos por dónde seguir, nos adentramos en la oscuridad. Unos perros nos persiguen y acabamos metidos en alguna parte densa del arroyo en donde apenas podemos distinguir lo que hay delante y ranas y chapulines y culebras nos pasan frente a la cara, por las manos y los pies, y se confunden con las ramas, las hojas, los cardones, los nopales gigantes y los arbustos. Es una pesadilla en toda regla. De pronto, vemos la luz, aún más salvaje que en otros de mis recuerdos y exactamente encima de nuestras cabezas, y corremos para ver a dónde irá a caer. Y es grande, una piedra grande que brilla con intensidad. Y cuando la tenemos en las manos notamos que su piel es igual a la de un gran sapo azul, resbalosa y fría, y sus destellos nos encandilan hasta hacernos caer de rodillas en un charco de lodo sin poder ver nada. Empiezo a rezar. Siento mareos… Y bueno, tú y yo sabemos que las cosas no pasaron así… En mi sueño, volteas a verme, me miras como diciendo «sabes perfectamente que las cosas no ocurrieron así. ¡Despierta ya!» Esto último sí lo gritas, y yo despierto con un sobresalto.

¿Por qué nunca volvimos a hablar de esto? ¿Por qué nadie más lo sabe? Aquella sensación, esos colores irreales. Quisiera volver a vivirlo. Quiero volver a tener esa roca brillando en mis manos. Pero no volvimos siquiera a mencionarla. Mientras estuviste vivo jamás hablamos de la luz, y ahora siento que ya se ha ido para siempre).

© Junwoo Jo

Cierro los ojos.

Era una piedra porosa, de orificios tan finos que parecían pecas, y muy pesada para su tamaño. Luminosa. Principalmente blanca y azul, y de más colores dependiendo si la mirabas de reojo o fijamente. Parpadeaba como yo sólo había visto parpadear a las luciérnagas. Me imaginaba la cara de los demás cuando la vieran. Pero tú no quisiste que la lleváramos a casa. Con esa extraña forma que tenías de guardar las cosas para ti. Como cuando tenías un juguete nuevo y preferías guardarlo todas las vacaciones para no prestarlo.

Llegamos frente al zaguán de la casa, pero no entramos. Seguimos derecho hacia arriba, por el camino que lleva al monte. Las luces estaban prendidas y no parecía que nos estuvieran buscando. Cuando pasamos frente a las ventanas, tapamos la piedra con las manos (¿la llevabas tú en ese momento o yo?) por si alguien estaba asomado. Después de un tiempo que me pareció larguísimo, llegamos a un terreno llano, sin casi nada más que rocas y polvo. Unos cuantos mezquites. Brincamos la cerca de piedras y nos metimos al terreno. Sin decirme nada, pasaste la luz de la lámpara sobre las piedras de la cerca hasta encontrar una grande que se diferenciaba de las demás y, a cinco pasos de distancia justo enfrente de ella, enterramos la estrella brillante.

¿Qué tan profundo pudimos haber cavado? Supongo que muy poco, aunque acabé muy cansado, con ganas de acostarme en la tierra fresca durante toda la noche. Cuando casi terminábamos de tapar el hoyo, escuchamos algo a nuestras espaldas. Unos pasos inseguros. Alguien se acercaba. Estaba de nuestro lado de la cerca, por dentro del terreno. Corrimos a escondernos junto al mezquite más frondoso que encontramos. Con el susto y la oscuridad me tropecé y caí sobre las piedras, tan en seco que me entró tierra en la boca y los ojos. Cuando te encontré, me acomodé junto a ti, me limpié el polvo de la cara y vi que la luna era pequeña y estaba medio escondida entre las nubes. La silueta de un hombre andaba sin rumbo entre las sombras.

No tenía miedo del hombre, sino de que fuéramos descubiertos en algo malo. De que la piedra brillante fuera algo prohibido que no debíamos ver y mucho menos tocar. El hombre llevaba algo parecido a una lámpara en miniatura, apenas un círculo iluminado más pequeño que un ojo. Mientras las pisadas se acercaban, nos pegábamos uno al otro como perros con frío. Parecía que al fin el hombre empezaba a cambiar de rumbo y nos relajamos un poco. Nos quedamos agazapados un tiempo más, esperando a que se fuera por completo. Desde ahí, junto a ese mezquite, debajo de esas hojas que estarían secas muy pronto, podíamos ver el universo en su totalidad, que en ese instante, con la piedra recién enterrada, me pareció enteramente negro.

De repente, diste un grito y saliste corriendo de nuestro escondite. Tiraste la lámpara. La recogí. Cuando te alcancé, estabas asustado sacudiéndote la cabeza. Te eché encima la luz y traías un xamué agarrado del cabello. «Lo vas a espantar», te dije empezando a reírme. Tú te enojaste y comenzaste a caminar de regreso. «¿Qué creías que era?». Pero no querías contestarme ni nada. Por primera vez en la noche te habías asustado y eso te hizo enojar, tanto que no me hablaste en todo el camino de regreso.

¿Fue por eso que nunca más hablamos de la piedra? ¿O es que volviste por ella y la guardaste para ti solo?

 

Abro los ojos.

Mis sueños sobre la piedra luminosa que llegó del cielo son muy variados, y estoy seguro de que ya se han confundido con los recuerdos. Sin embargo, sé que lo esencial es cierto, que lo viví alguna vez.

En algunos de estos sueños tenemos prohibido mirar la piedra directamente (nadie nos lo dice, pero yo lo sé de antemano). Yo lo hago, la miro, y su luz me deja ciego y empiezo a ver todo negro mientras escucho que corres sin mí y yo te grito que me esperes y siento un terror y una desesperación indescriptibles porque estoy solo en el centro de la noche, con frío y sin poder ver, y porque debía estar con mis papás en ese momento, dentro de la casa, viendo la tele y tomando algo caliente. Otro día tengo este mismo sueño, aunque ahora me quedo paralizado con el brillo de la roca en las manos, sin poder gritar, consciente de que algo se acerca a mí y no puedo escaparme. Y es tu voz de niño, primero lejana, incomprensible y luego cada vez más cerca, diciendo algo acerca de «ver» que no alcanzo a escuchar con claridad hasta que lo gritas con todas tus energías en mi oreja y me despierto de una sacudida: «¡Ahora podemos ver!»

Invariablemente, cuando estabas vivo y yo soñaba con este episodio, me pasaba todo el día pensando que la próxima vez que nos viéramos sacaría el tema como si nada, como una de tantas cosas que recordábamos de cuando éramos niños. Me daba un poco de vergüenza pensar que quizá para ti no era tan importante mientras que yo lo recordaba con detalle y lo soñaba con tanta insistencia. Tal vez tú habías visto y capturado otras «estrellas» solo. Pero, por más que tuvieras una colección de meteoritos sepultados en el pueblo, dudo que hubieras olvidado aquella noche.

En otro de los sueños que he tenido, salimos del mezquite donde nos escondemos y le preguntamos al señor de los pies pesados qué busca, y él nos contesta que a su hijo (o quizá sólo dice que a un niño), que cuando escucha ruidos en la noche sale a buscarlo. Entonces volvemos a abrir el agujero y sacamos la luz intacta de la tierra, le sacudimos el polvo con la mano y se la entregamos. Él la acuna en sus brazos como a un bebé y empieza a hacer un ruido como si fuera a llorar. O más bien una serie de sonidos extraños con la nariz y la garganta. Pero, aunque no puedo verlo, sé que no está llorando de verdad. Lo sé porque es mi sueño. Después nos quiere abrazar, o quizá sólo acariciar el pelo, y cuando presiento sus manos tristes encima de mí, me despierto.

© B.Reisberg

Me parece escuchar una canción afuera, en medio de los sollozos. Qué hacemos en este lugar. Qué hacemos llorando. Salgo por la puerta de la cocina y veo la noche, alta como siempre, orgullosa y llena de grillos. Hacía tanto tiempo que no estaba aquí parado. Algunas personas llegan en una camioneta roja y me escondo para que no me vean. No quiero los pésames. Y salgo hacia la calle y miro el cielo en busca de alguna maravilla. Empiezo a caminar, y aunque está muy oscuro, pienso que es el momento de ir en busca de nuestro secreto. Ahora que todavía «estás» un poco. Es la última oportunidad antes de que enterremos tu cuerpo.

Camino despacio. No tengo más luz que la de mi teléfono y la noche parece tan grande aquí en el pueblo. Sólo hay un camino posible pero no sé qué tanto hay que avanzar por él. Han pasado muchos años. Llego a lugares en los que nunca había estado, me regreso e ilumino el suelo, ilumino las cercas de ambos flancos, pero no logro reconocer nada. En mi cabeza resuenan los rezos de la casa y yo los reitero obsesivamente para no sentirme devorado por el silencio. Empiezo a tener miedo y a caminar más rápido, pero por poco me caigo. Paro y vuelvo a tranquilizarme. Me detengo, respiro hondo hasta sentir un placer en el pecho y vuelvo a tranquilizarme.

De pronto, algo hiela mi sangre y me deja inmóvil. A mi derecha, a una distancia que no logro determinar, oigo unos pasos apenas perceptibles. El sonido viene del otro lado de una cerca no muy alta. Sin mover apenas las manos, apago la luz del teléfono y la oscuridad se cierra sobre mí. Me quedo en medio de las sombras sin ver más que algunos reflejos de la luna sobre objetos que no alcanzo a distinguir. A veces los reflejos se mueven y mi corazón empieza a bombear a toda velocidad. Vuelvo a escuchar pasos y murmullos, ahora un poco más fuertes.

¿A qué le tengo miedo? Debe de ser una persona del pueblo, quizá buscando donde echarse una meada. Así que me desentumo, enciendo otra vez la lámpara del celular y empiezo a caminar tratando de que me escuche y sea él quien pregunte quién anda ahí. Subo la cerca y brinco del otro lado. Cuando caigo, los ruidos se detienen. Camino con precaución, pero la tierra truena cuando la suela de mis zapatos la aplastan. De forma imprevista, alguien sale corriendo. Parecen dos personas, no una como creía. Alcanzo a escuchar que uno se cae, se levanta de un brinco y corre detrás del otro. Nadie dice nada, sólo unos murmullos que vienen de la oscuridad. Entonces mi miedo se convierte en sorpresa.

Una turbación incipiente. Sé que debo ir hacia ellos. Intento alumbrar hacia donde creo que se han movido. Me quedo quieto, a la espera, mientras busco con problemas pues la lámpara del teléfono es demasiado pequeña. Al fin, noto algo de movimiento y voy hacia allá con cuidado, tratando de no tropezarme. Presiento los cuerpos ahí delante, escondidos y juntos. Están inquietos, tal vez temblorosos. A mí me sudan las manos y la cara, y también me tiembla el cuerpo, pero ahora estoy seguro de que son ellos quienes me temen y sé que debo seguir hasta encararlos.

Los dos están arrinconados junto al tronco de un mezquite bajo y ancho. Los tengo delante. Me agacho un poco y distingo la silueta de sus caras. Veo sus ojos que se abren y reflejan una diminuta claridad, y hay algo en ellos que me trastorna de inmediato. Siento que un vómito caliente me sube desde el vientre hasta la lengua, pero resisto las náuseas. El mareo me invade en un segundo acompañado de un dolor de cabeza repentino y, soportando a duras penas el agobio, levanto la mirada hacia el cielo y veo una increíble lluvia de estrellas que cruzan en todas direcciones, unas a mayor velocidad que otras. Algunas son pequeñas como chispas, otras parecen estrellas gigantes y otras pocas son tan grandes como lunas tornasoles.

Caigo de espaldas en las rocas porque todo da vueltas y me pega al suelo. También las estrellas giran en el más completo silencio, sin perder su trayectoria individual. Me doy por vencido, trato de acomodar la cabeza en el suelo para calmar el mareo y la cefalea. Frente a mí siguen bailando miles de luces en una pantalla inmensa.

Ellos se remueven, se levantan de su escondite. Escucho que empiezan a cavar a unos metros de donde estoy tumbado. Lo hacen rápido, jadeando. Hablan entre ellos, parece que están discutiendo. Yo giro la cabeza y veo dos niños sacando de la tierra una piedra brillante. Pequeña y brillante. Cuando se preparan para marcharse, intento gritarles que regresen, que no se vayan nunca de aquí, que no vuelvan a la casa porque ahí no hay nada a qué volver. Pero no tengo voz; no tengo aire. Cuando brincan la cerca a toda prisa, alcanzo a escuchar mi propia voz de niño: «¡no mames, no mames, se va a levantar el señor, córrele!», antes de que desaparezcan de mi vista con la luz en sus manos. Entonces pienso que muy probablemente la casa a donde ellos van no sea la misma a la que iré yo más tarde y me quedo un poco más tranquilo, recostado con la nuca pegada a la tierra, esperando, en lo que las estrellas empiezan a quedarse quietas.

 

Las luces desaparecen poco a poco del cielo mientras el mareo pasa y el cielo deja de parecerme hostil. Siento ganas de vomitar, me sube por el esófago un líquido ardiente. Una, dos, tres arcadas hacen que los ojos se me llenen de sangre, que se me estire la piel de la cara hasta el punto de sentir que va a reventar. Respiro con fuerza y un torrente de polvo entra en mí. Giro el cuerpo hacia un lado con precaución. Me duelen los brazos, el pecho; me arden los ojos y la garganta. Avanzo un tramo a gatas. Observo el agujero vacío. No es muy profundo, efectivamente. Me cuesta mucho trabajo levantarme y caminar de regreso.

Avanzo con lentitud. Apenas necesito el teléfono para iluminar algunos tramos. Desde lejos escucho el alboroto en la casa. Ya están borrachos, pienso. No puede ser que se olviden tan pronto de que estamos tristes, que esto es un funeral. Me acerco y veo a un grupo de niños corriendo, divertidos. Ya no están estacionados los carros que había cuando salí. Hay música en el interior de la casa y por la ventana veo a tu papá bailar con mi mamá. Se ríen. No logro recordar si la escena es anterior a que se dejaran de hablar por años o posterior a que se reconciliaran. Los niños siguen corriendo entre gritos; reconozco algunas voces y sonrío. Miro una última vez la casa y paso de largo hacia el camino que me lleva de regreso al arroyo.

*Texto cedido por el autor.


Héctor Rojo (Ciudad de México, 1985). Es cofundador de Malabar Editorial. Ha publicado poemas y ensayos en Letras Libres, Nexos, Tierra Adentro, Periódico de Poesía, Este País y otras revistas. Es autor de Cómo me convertí a la fe de las lechuzas (Malabar Editorial, 2019) y de Anfibio Odisea (Nieve de Chamoy, 2020).