“A mi generación nadie le dijo cómo ser padre. Si acaso, nuestros padres nos enseñaron a ser hombres, pero nunca padres.” -Alejandro Zambra
La muerte y la infancia
Seguramente sin proponérselo, desde el inicio de su vida Juan Rulfo forjó para sus lectores el enigma de su propia existencia debido a la dificultad de poder seguirla a detalle, obstáculo al que nos enfrentamos tanto el público general, como los biógrafos especializados. La elem apunta que bien pudo haber llegado a este mundo un 16 de abril de 1917 en la entonces pequeña ciudad de Sayula, lugar que guarda el registro de su nacimiento en el cabildo gubernamental, aunque también existe la posibilidad de que haya ocurrido en Apulco, la hacienda familiar que heredó su madre, o tal vez vio sus primeros días en San Gabriel, el pueblo donde transcurrió la mayor parte de su infancia.
En lo que respecta a su familia nuclear, el periodista español Joaquín Soler Serrano realizó una entrevista al escritor jalisciense a finales de los años 70 en su programa A fondo, en la que el entrevistador, casi ante la férrea reticencia de su entrevistado, le hizo confirmar que su abuelo paterno se había dedicado a la abogacía, en tanto que el materno fue un próspero hacendado, por lo que en primera instancia el linaje de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno —nombre completo del autor— podría decirse que fue de clase acomodada.
Luego, según consigna otro medio, el destino sombrío hizo que el pequeño Rulfo sintiera desde muy joven la presencia de una mortandad constante: la Revolución mexicana no sólo despojó de sus bienes a la familia, sino que también cobró la vida de uno de sus abuelos —seguramente el materno— quien murió colgado de los pulgares por esos mismos revolucionarios «hambrientos de justicia social»; posteriormente ocurrió que el padre del futuro escritor —quien tan sólo contaba con seis años de vida— fuera el blanco de un iracundo muchacho de apenas dieciséis años de nombre Guadalupe Nava, quien envalentonado por el aguardiente que había bebido, buscó vengarse de la prohibición hecha a su progenitor por don Juan Rulfo, quien le había reclamado que sus animales pastaran en sus tierras sin permiso alguno, por lo que el adolescente tomó el asunto en sus manos poniendo una bala a traición en la nuca del señor Rulfo, que al apearse de su caballo no pudo percatarse ni mucho menos presentir la llegada de su agresor detrás suyo… Fiel a su dueño, el equino no se movió del lugar a pesar del estruendo y algunas personas sintieron lástima del pobre animal quien permaneció a su lado, por lo que no les quedó más remedio que poner el cadáver de aquel hombre en el lomo del animal para encaminarlo con los suyos y así velarlo como el buen cristiano que era…
Sin embargo, como si se tratara de uno de sus cuentos, la realidad entre lo que se dice que pasó y lo narrado por el escritor, son dos cosas que no necesariamente guardan semejanza, pues en sus palabras, al referirse a este periodo, él mismo contaba que:
«…tenía seis cuando asesinaron a mi padre porque, tú sabes, después de la revolución quedaron muchas gavillas. Mi padre tenía autorización para confirmar del obispo de Papantla, pues en tierras agitadas podían delegar ese sacramento en los seglares. Recaudaba el dinero de las confirmaciones y lo daba a los curas. Regresaba de una gira cuando fue asaltado y muerto por los gavilleros. Tenía treinta y tres años. Mi madre murió cuatro años después. Entretanto mataron a dos hermanos de mi padre. Luego, casi en seguida, murió mi abuelo paterno. Murió de tristeza porque al que más quería era a mi padre, su hijo mayor. Otro tío mío murió ahogado en un naufragio, y así, de 1922 a 1930 sólo conocí la muerte…»
Lo cierto es que este tiempo, haya transcurrido de la forma que fuera, lo guardó para sí mismo y para nadie más, ya que incluso Clara Aparicio, su esposa y la mujer a la que amó toda la vida, comentó alguna vez que:
«Nunca tocamos el tema de sus padres, sobre todo el de su madre. Tal vez, en su amor triste, él sufría en silencio. Muchas veces le llegué a preguntar: “¿Qué te pasa, Juan?, dime”, mas nunca tuve una respuesta, sólo su mirada que se perdía en el espacio. Llevaba a cuestas una inmensa tristeza. Decían que posiblemente la había heredado justamente de su madre, María. Hay tantas incógnitas en la vida de Juan, que indagar en ella es entrar en un mundo de suposiciones y zonas inseguras que refuerzan lo que él mismo escribió… Nadie ha recorrido el corazón de un hombre…»
Fue así que huérfano de padre y madre, con el sino de la soledad sobre él, sus pasos se dirigieron a la ciudad de Guadalajara para ser inscrito en el orfanatorio del Colegio Luis Silva a instancias de uno de sus tíos, quien había quedado como su tutor legal. En esta «correccional» —lugar del que siempre habló despectivamente a causa del trato «carcelario» al que él y sus compañeros estaban sometidos— estuvo internado hasta sus quince años y al salir procuró darle gusto a su abuela materna, quien lo convenció de avocar sus días a Dios en el Seminario Conciliar del Señor San José de la arquidiócesis de Guadalajara… Como designio divino, quizá, o como milagro, tal vez, no pudo acreditar el tercer curso de Latín, fracaso que lo orilló a darse cuenta que la vocación religiosa no sería el rumbo más adecuado para su vida.
Entretanto el joven Rulfo había adquirido una cámara fotográfica Agfa de segunda mano con la que, mucho antes siquiera de pretender escribir, empezó a ensayar algunas fotografías que luego revelaba en sus domingos libres al salir del cine, proyecciones a las que también se había vuelto un espectador asiduo. El resultado de estos ejercicios se tradujo en un par de premios concedidos por las revistas Jueves de Excélsior y El Informador, al tiempo que intentaba matricularse en la Universidad de Guadalajara, a la que no pudo ingresar debido a una huelga generalizada y ante este panorama incierto decidió probar suerte en la Ciudad de México.¹
En busca de las quimeras
En una de sus cartas menciona que fue en el año 1933 cuando llegó a la capital mexica, aunque en otra de ellas apunta que por la misma época intentó estudiar —todavía en Guadalajara—, primero la carrera de Leyes y luego la de Contaduría, y que para el 34 —ahora sí en el antiguo Distrito Federal—, resultaron más fructíferas que sus apuntes de abogacía y de cálculos numéricos, las conferencias de Antonio y Alfonso Caso, Vicente Lombardo Toledano, Eduardo García Máynez y Justino Fernández a las que asistía con ahínco en la Facultad de Filosofía y Letras donde quiso matricularse, deseo que no pudo concretar pues la Universidad no le revalidó varias materias de su antigua preparatoria en provincia, por lo que su empeño por zanjarse una educación superior llegó hasta ahí.
Tal vez valga la pena hacer un paréntesis para decir que su gusto por la literatura vino ligada con esa orfandad a la entró de cabeza poco antes de cumplir diez años. El causante fue el cura Irineo Monroy, párroco de su localidad, que al iniciar la Guerra Cristera abandonó la iglesia del lugar y antes de marcharse pasó a «esconder» en casa de los Rulfo los libros que había requisado a sus acólitos.
«Yo tuve en la casa la biblioteca del cura de mi pueblo, porque estalló la cristiada, una rebelión cristera, y entonces el cura guardó su biblioteca en mi casa, y ahí leí desde Emilio Salgari a Alejandro Dumas, todo; era un cura muy raro, porque no tenía casi libros religiosos, ni novenas, ni cosas así, sino que tenía muchos libros de historia y de novela, tenía mucho de novela y tenía todas las obras de Victor Hugo, de Alejandro Dumas. También tenía el Índice, el famoso Index Papal, las obras prohibidas. […] recogía de las casas los libros con el pretexto de que era censor oficial, para decirles a las familias si podían leer los hijos esos libros, si estaban autorizados por la Iglesia para ser leídos. Entonces, con ese pretexto, se apoderaba de todos los libros que había en el pueblo y era el único que tenía biblioteca»
Entre el 37 y el 41, buscando una manera de poder ganarse la vida, trabajó como clasificador del Archivo en la Secretaría de Gobernación y posteriormente, de regreso en su Estado natal, como agente de migración en Guadalajara. Cualesquiera que hayan sido sus ocupaciones burocráticas, lo cierto es que no resultaron sino el destino manifestándose a través de esas labores que lo pusieron en el camino de Efrén Hernández y de Juan José Arreola, pues en tanto que el primero le ayudó a trabajar en su estilo, a adquirir confianza en sus letras, a desarrollar ese trabajo de orfebre que le permitiera realizar el hallazgo de la «justa palabra» que tanto buscó Flaubert en sus propios escritos con gran fortuna, el segundo lo instó buscar la recompensa más ilustre que un aspirante a escritor pueda aspirar: publicar sus textos.
La orilla del limbo
Seguimos adelante en el tiempo y para 1945, con el ímpetu fomentado por este dúo, Rulfo se aventura a la imprenta en la revista Pan, cuya edición, producción, diagramación, formación tipográfica, tiraje y publicación estaba a cargo del imparable J.J. Arreola, gaceta en la que el nombre rendía un homenaje a la deidad griega que desdeñó vivir en el monte Olimpo para dedicarse a pasar el tiempo entre los pastores a los que gustaba aterrar en medio de sus siestas vespertinas, y así tener el camino libre para poseer a las rústicas esposas de éstos en febriles arrebatos que las hacía desfallecer en acaloradas y lascivas visiones a la luz del sol en pleno medio día…
Menciono esto porque tal vez «Nos han dado la tierra», «Macario» y «Es que somos muy pobres», con las que debutó Rulfo como escritor en el fanzine de Arreola, así como los relatos posteriores que conformaron El llano en llamas contando las 69 viñetas que integran Pedro Páramo pudieran considerarse narraciones pánicas en el mejor sentido del término, pues lejos de insertarse y menos aún de inaugurar una «tradición literaria mexicanísima» —concepto «inteligentón» con que la crítica literaria le gusta llenarse la boca para referirse a la obra de rulfiana— cada uno de estos cuentos parecen formar destellos inquietantes de una pesadilla brumosa de la que no quisiéramos despertar, por más que nos haga padecer, una vez que nos hallamos soñándola.
Y es que los asideros para aferrarnos a estas ensueños por momentos terribles, a veces desoladores, en todo momento tristes, son muy fuertes: «¡Diles que no me maten, […]! Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad…», «Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca…», «Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte. […] Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros…».
Este corpus literario en apariencia breve tuvo su culmen entre 1953 y 1955, años en los que el escritor gozó de la beca que otorgaba el desaparecido Centro Mexicano de Escritores en dos periodos consecutivos, mismos en los que publicó sendos libros. De los relatos ya hemos hablado de la invaluable ayuda de oficio, más que estilística, que le aprendió a Efrén Hernández, en tanto que es de muchos conocida la anécdota —casi leyenda— de que su novela mortificaba indeciblemente a Rulfo al no encontrar el recurso narrativo que le permitiera presentar la historia de Pedro Páramo con una cronología formal —por decirlo de alguna manera— así que una tarde que no pudo más con esta inquietud fue a buscar a Juan José Arreola, quien también vivía en la colonia Cuauhtémoc, y después de un arduo trabajo editorial, en una mirada breve que Dios dirigió a ambos creadores, la novela se les reveló con la forma que debía tener para la posteridad: Pedro Páramo ocurría en un tiempo desarticulado pero cíclico, tal como seguramente lo es el de las almas que penan en el purgatorio sabiendo que su parada siguiente es el infierno mismo…
Menos romántica resulta la versión de Alí Chumacero, quien en el colofón de ese primer tiraje aparece al cuidado de la edición. Leopoldo Lezama le realizó una entrevista en 2006 a propósito del 90 aniversario de Juan Rulfo en la que Alí dijo al respecto:
«En cuanto a la famosa leyenda que durante décadas subsistió al respecto de la supuesta ayuda que Rulfo recibió de sus contemporáneos jaliscienses, Chumacero precisó: “Ésa es una de las grandes mentiras que se inventan siempre en torno de una obra maestra. Arreola se juntó con él, y me lo contó aquí en el Fondo de Cultura, y me dijo que habían visto la novela, la habían manejado entre los dos, para armarla debidamente, para hacer que funcionara y que caminara. Porque como estaba hecha en corrientes, en estratos diferentes, había que ver cómo intercalarlos a fin de que fuera efectiva. Yo creo que lo lograron muy bien, y digo lo lograron, en plural, exagerando un poco. Pero no, no tuvo absolutamente nada que ver Arreola en la producción de la novela. También se ha dicho que yo le corregí la novela. Eso es simplemente una graciosa estupidez. Yo no le corregí ni una coma a lo escrito por Juan Rulfo, absolutamente nada. Yo hice la edición como tipógrafo, yo soy, más que un escritor, un tipógrafo, un hombre de libros, que hace libros, que sabe o que supo hacer libros, pues ya se me está olvidando. Pero no soy una persona que corrija a nadie, y menos a Juan Rulfo»²
Para adentrarte más en la obra de Juan Rulfo te recomendamos oír el capítulo de nuestro podcast “Círculo de Letras” donde su hijo Juan Carlos Rulfo y Horacio Villalobos sostienen una profunda charla sobre este inolvidable autor.