“A mi generación nadie le dijo cómo ser padre. Si acaso, nuestros padres nos enseñaron a ser hombres, pero nunca padres.” -Alejandro Zambra
(cuento)*
Mi casa se estaba quemando y sólo podía salvar una cosa.
Decidí salvar el fuego.
No tengo dónde vivir pero el fuego vive en mí.
Jean Cocteau
¿Qué se le puede decir al fuego? En las llamas escucho una voz que no me pertenece. Desobedece, me murmura. Desobedece, pronuncia. Desobedece, me grita. En ese momento la garganta se me reseca y nace en mí una sed que parece venir del pasado. Hace varios meses que tengo el mismo sueño. Empezó cuando me recluí voluntariamente en este hospital de la colonia Juárez. Es un sueño tan claro que algunas veces pienso que es un recuerdo. Despierto a las tres de la madrugada sudando, envuelto en las sábanas y en un miedo que me recorre el cuerpo como un ardor. El aire y la oscuridad se entreveran para crear una masa pesada que me impide moverme. Quedo paralizado durante lo que percibo son unos minutos, de a poco mi cuerpo comienza a espabilarse. El hormigueo inicia en los dedos de los pies, asciende por las piernas hasta el abdomen, se detiene un momento en el pecho y se vuelve a poner en marcha sobre los brazos y el cuello, para alojarse definitivamente en la nuca. Entonces, y sólo entonces, puedo moverme. Así debe sentirse la muerte, como una parálisis, las larvas devorando el cuerpo mordida a mordida, devolviéndolo a la tierra de donde nunca debió salir. Y al final el silencio, el silencio donde todo empieza y todo termina. Ese silencio que no es ausencia, sino un lenguaje oculto debajo de una forma que es necesario descifrar. Algunas noches siento junto a mí una presencia que no puedo ver, escucho su respiración, escucho también que me murmura cosas que no puedo entender. La sensación desaparece al incorporarse en la cama y dar un largo respiro. De inmediato enciendo la luz de mi habitación, abro la ventana para jalar aire por la boca. A esa hora todo parece quieto, el cielo está despejado. En lo más alto de la bóveda se pueden ver con claridad los cuerpos celestes, rutilantes, con sus luces tenues. Algunas noches la luna también brilla, la siguen de cerca Júpiter y algunas veces Marte. Cuando la luna aparece forma una pátina plateada sobre las construcciones viejas y cuarteadas. El recuerdo del jardín de mi casa de infancia se abre en mi memoria como una neblina sedosa que no se disipa. Las calles están casi vacías, sólo caminan por la pequeña plaza que está frente al hospital algunos mendigos que hurgan entre la basura buscando sobras de comida mientras dan tragos largos a sus garrafas de Tonayan. En el zócalo de la plaza hay una estatua de bronce de un hombre encapuchado. La efigie siempre está rodeada de basura. Parece que la alcaldía la tiene en el abandono desde que la colocaron. A un costado de la plaza hay un pequeño jardín y unos juegos infantiles que nadie usa. Los teporochos duermen en las bancas de la plaza o recargados en el pedestal de la estatua usando cartones para atajarse el frío de la madrugada. De las paredes de la habitación rezuma humedad, es verano y el calor se acumula durante el día para salir de noche a carcomer las vigas del techo, los pocos muebles y las puertas que chillan y crujen. Mi boca se sigue sintiendo reseca, doy un trago de agua al vaso que está sobre la cómoda antes de ir a la cama, pero la sed no se sacia. Me recuesto, vuelvo a pegar los párpados para intentar dormir, pero no lo consigo. Desde niño he sufrido de insomnio. A los ocho años mis padres me montaban casi cada noche en el Grand Marquis negro que mi padre usaba como coche de cargo para darme un paseo por las calles colindantes a la casa hasta que me quedaba dormido. Recuerdo que mi madre encendía la radio, bajaba la ventanilla del copiloto y sintonizaba la hora de José José. El programa iniciaba con la canción de «Payaso». Camino alrededor de la cama, recordando ese momento e intento arrullarme cantando: «Es verdad soy un payaso, pero qué le voy a hacer. Uno no es lo que quiere, sino lo que puede ser». Me siento, vuelvo a caminar, me recuesto, y repito el ritual hasta que amanece. Siento un ardor en el cuerpo durante el resto del día, sobre todo en los brazos y en particular en las manos. No puedo despojarme del sopor. La memoria se me quiebra con facilidad y los ataques de pánico no se detienen. Respiro con mucha dificultad, los dedos de las manos y los pies se me ponen morados. Llegan los enfermeros para inyectarme sedantes, pero el resultado es el mismo, un escozor en la piel me despierta en la madrugada y un sudor frío me recorre. El sueño se rehúsa a soltarme, cada noche se muestra más detallado y se hunde en mi memoria con mucho mayor filo. En el sueño soy otro. Mi rostro es el de un hombre distinto, es más ovalado y afilado, tengo los ojos hundidos en charcos oscuros. La nariz de aquel hombre, que también soy yo, es más larga y pronunciada, mi entrecejo está más ceñido y mi mirada es más doliente. Me encuentro preso en una celda húmeda, edificada con bloques de piedra. En el centro del lugar hay un pozo al ras del suelo, iluminado por un haz de luz que se cuela por una hendidura en el techo abovedado de la prisión. Estoy desnudo, famélico y con la piel llagada. Me acerco al pozo a beber agua, la sed me flagela. Miro el reflejo de mi rostro, no puedo reconocerme, no sé a quién estoy observando en la superficie de aquel cuerpo de agua. Hago con mis dos manos un cuenco y doy un sorbo. El reflejo se distorsiona por el movimiento ondular del agua. Los goznes de la puerta de mi celda rechinan. La puerta se abre, entran dos hombres vestidos con cogullas negras. Uno de ellos me levanta de los hombros, el otro saca de debajo de su hábito un mazo de hierro de cabeza redonda. Se santigua con él, pregunta si me retracto de mis dichos y si soy capaz de arrepentirme de mis pecados. Yo le contesto: No importa cuán oscura sea la noche, espero el alba, y aquéllos que viven en el día esperan la noche. Por tanto, regocíjate, y mantente íntegro, si puedes, y devuelve amor por amor. El inquisidor se sonríe, replica que el único amor verdadero es el amor a Dios. Levanta el mazo en el aire, aprieta el mango con fuerza y pronuncia: Álzate, oh Dios, a defender tu causa. Con mano segura me atiza un golpe que me manda al suelo. Escucho el crujido de alguno de mis huesos rompiéndose, pero no sé distinguir cuál, porque el dolor en mi cuerpo es cabal y entero. Entre ambos inquisidores me arrastran de los brazos hasta una de las paredes de la celda que tiene empotrada una armella y sostiene una cadena con grilletes. Me ponen en pie, apoyan mi carne en la pared, levantan mis brazos y cierran los grilletes en mis muñecas. Quedo colgando de los brazos, las piernas me flaquean y se arrastran en el suelo de piedra. El dominico que sostiene el mazo hinca las rodillas sobre el empedrado y comienza a orar. El otro se descubre la cabeza, deja ver su rostro apenas barbado y de rasgos afilados. Con su pulgar sobre mi frente hace la señal de la cruz, mira directo a mis ojos para hablarme con voz dulzona: El señor disciplina a los que ama como corrige un padre a su hijo querido. Es tu última oportunidad, hermano. Suplica por el perdón de Dios y con su infinita misericordia te lo otorgará. Confiesa y arrepiéntete para que puedas morir en su gracia. Trago saliva y le respondo: Si ofendí a Dios con mis palabras o con mis actos él será el único que me juzgue, no ustedes, hermano. El inquisidor del mazo deja de orar, también se descubre la cabeza, se pone en pie y grita: ¡Blasfemia! Arderás en la hoguera eternamente. Empuña de nuevo su instrumento, que había posado sobre el suelo de piedra, para asestarme un golpe en las costillas, después otro en el abdomen y uno más en las partes más blandas. Lanzo un grito de dolor que hace eco en las paredes y hace eco en la bóveda de la galería. Siento que voy a desfallecer, mi cuerpo se ablanda, se agita sin que lo pueda detener. Veo borroso, los ojos se me llenan de humo. Puedo entrever o me imagino, no lo sé, en una esquina de la celda lo que me parece es una serpiente enorme de escamas brillantes y doradas. Mueve su lengua bífida de un rojo color sangre. La serpiente lentamente repta hasta mí para repetir en mi oreja: La tierra tembló frente a la ira del impostor, las piedras se rompieron y brotó el maná de ellas. Las criaturas fueron expulsadas del jardín donde eran infantes eternos. Recobro con lentitud la claridad de la vista, la serpiente ya no está pero los inquisidores siguen ahí. El cenobita del mazo tiene un rostro robusto, grueso y lleno de sudor. Levanta el arma para golpearme otra vez pero lo detiene en el aire la mano delicada del otro inquisidor y le habla: Alguacil, hermano, usted sabe bien que Dios es la vida, cuya vía hacia la forma es la verdad y hacia la unidad, la bondad. Este hombre está condenado. El señor en su santísimo entendimiento sabrá perdonar sus pecados. El alguacil baja el mazo y habla antes de devolverse a sus oraciones: Le agradezco, Comisario, por predicar con el entendimiento y la misericordia del creador. El comisario saca de su hábito una botella de aceite, abre la botella, se unta las manos, las frota y me unge los pies con pulcritud beata. Después continúa por los brazos, sigue por el pecho para terminar en la frente. Con sus manos suaves toma mi rostro y me pregunta: ¿Estás listo para enfrentar el fuego sagrado, hermano? El fuego bendito que con sus llamas purificará tu cuerpo para liberarte del peso de tus culpas. Los labios me tiemblan, resuello, mis ojos se anegan de lágrimas. Quiero contestarle, pero no hay palabras para definir lo que me habita. Siento que algo devora las vísceras dentro de mi abdomen. Tengo sed, mucha sed, hermano. Esas son las únicas palabras que salen de mi boca. El comisario se levanta y va al pozo, trae agua con su mano y me la da a beber. Yo la sorbo desesperado. Llama después al alguacil con un gesto: Quítele los grilletes, hermano, y brinde al condenado una última escudilla de cerveza. El alguacil sale a paso lento de la celda, se mueve como un animal de carroña, casi torpemente. Reúno fuerza para sentarme, miro el pozo y el haz de luz que lo ilumina. Pienso que el fuego y la luz están compuestos por luciérnagas, que son tan pequeñas que no se dejan ver por el ojo descuidado. La luz se sumerge en el agua y se mece con ella en un baile que nunca se termina. Es la consumación de un matrimonio imposible. El alguacil regresa en compañía del nuncio, me ofrece la escudilla. Con dificultad la sostengo y bebo de un sorbo toda la cerveza. El nuncio porta un incensario con cadena y una máscara de jabalí, ambos objetos parecen estar hechos de plata. Comienza a balancear el incensario y el humo blanco de olíbano se eleva en una columna que se disipa con el aire. Le dice a los otros inquisidores que todo está ya dispuesto. El comisario se acerca una vez más, me toma debajo del hombro con sus delicadas manos. El alguacil hace lo mismo para ponerme en vertical. Se le condena al auto de fe, hermano. La sentencia será ejecutada ahora mismo. Haré oración por su alma. Dios lo perdone, me dice llorando. Tembláis más vosotros al pronunciar la sentencia que yo al recibirla, le contesto. Camino sosteniéndome del comisario y del alguacil. El nuncio va frente a nosotros, blandiendo y agitando el recipiente del olíbano. Salimos de la celda, caminamos por pasillos estrechos de piedra. Los calabozos están a media luz, apenas si puedo distinguir el suelo que piso. Retumban gritos, plegarias que vienen de otras cámaras y celdas. No sé distinguir cuánto tiempo pasa ni tampoco cuántos pasos hubo que caminar hasta la puerta que da al patio de la prisión. Es una puerta enorme que parece de roble, con goznes de hierro y aldabas con el rostro de un sátiro. El nuncio llama tres veces, un hombre abre del otro lado. La luz entra de pleno al pasillo, a mis ojos, lastimándome. Seguimos nuestro camino atravesando el patio abierto. Los ojos me lloran, no se acostumbran a la luz de tanto tiempo que pasé encerrado. Escucho un griterío cuando abren la puerta principal del presidio. Cruzamos el enorme umbral de madera y hierro caminando en procesión hacia la plaza pública. El humo de olíbano parece más denso, cada vez más perfumado. La gente está reunida en la plaza como una jauría hambrienta de perros esmirriados. Deben ser por lo menos cien. En el centro del lugar ya descansan el poste y los maderos que arderán conmigo en la hoguera. Les pido a los inquisidores caminar sin ayuda. El alguacil mira al comisario para resolver mi petición, éste asiente con la cabeza y los sueltan mis brazos. Hacemos una pausa al borde de la plaza, mis piernas trémulas las sostiene únicamente una fuerza invisible. El nuncio continúa con la procesión, detrás de la máscara se le escucha orar: Señor, te encomendamos el alma de tu siervo y te suplicamos, Cristo Jesús, salvador del mundo, no le niegues la entrada en el regazo de tus patriarcas, ya que por ella bajaste misericordiosamente del cielo a la tierra. Lo sigo en su andar, los otros dos miembros de la orden de los Domini Canes detrás de mí, me están escoltando. Mientras recorremos la plaza, la gente hace una batahola, me arrojan mendrugos de pan, agitan los brazos y gritan: hereje, blasfemo, espurio. Lanzo un grito que se convierte en aullido a una luna que se posaba en mi interior. El nuncio sigue rezando: Reconócelo, Señor, como criatura tuya; no creada por dioses extraños, sino por ti, único Dios vivo y verdadero, porque no hay otro Dios fuera de ti, ni nadie que produzca tus obras perfectas y simétricas. Con mucho esfuerzo llego hasta el poste que será mi destino. El alguacil da un paso hacia mí, toma mi brazo por última vez para entregarme al verdugo que ha estado esperando paciente y en silencio en compañía de un niño andrajoso. El verdugo pone mi espalda en el poste, sujeta mis manos por detrás de mi cuerpo y me ata con fuerza usando una soga. Hace un círculo alrededor de mí con la pila de maderos que estaban cerca del poste. Los maderos también fueron ungidos con aceite. Cuando termina de apilar, el comisario le ordena proceder con el auto de fe. El verdugo manda al niño por una antorcha. El pequeño, que luce como si tuviera menos de diez años por sus facciones, corre lo más rápido que sus piernas le permiten hacia la prisión. Entra al lugar y se pierde de vista. El comisario me pregunta si quiero decir unas últimas palabras de arrepentimiento, le replico que sí. El niño sale de la prisión cargando la antorcha, recorre la plaza en un suspiro y se la entrega al verdugo. Adelante, hermano, consiente el comisario y me pide mis palabras finales. Aglutino el último despojo de fuerza en mi cuerpo para decir: Conoce bien que en la sustancia incorpórea eterna nada se cambia, se forma o se deforma, sino que permanece siempre ella misma, sin que pueda ser sujeto de disolución. Termino gritando: El fuego no me hará arder, lo que arde en mí es el alma. El grito se apaga y el verdugo enciende la hoguera. El fuego se esparce azuzado por el aceite. El calor reseca el aire, me cuesta trabajo respirar. Los tres inquisidores oran al unísono: Llena, Señor, de alegría su alma en tu presencia, no te acuerdes de sus pecados pasados ni de los excesos a que lo llevó el ímpetu o ardor de la concupiscencia. De forma mística no siento nada al principio, ningún dolor. El comisario me atisba entre las llamas, su semblante se descompone, se acerca a la pira para decirme: Pax Domini sit semper vobiscum. Veo una última vez a la serpiente dorada que se aleja reptando entre la multitud. También contempla mi cuerpo atronar en el fuego y hace un gesto parecido a una sonrisa. El calor se vuelve insoportable. Siento mi piel derretirse entre las llamas. Lucho por no gritar, pero al final no pudo parar de aullar pidiendo auxilio por el dolor. El sueño termina con esos gritos que me despiertan cada noche en la habitación del hospital. Los doctores del instituto mental dicen que el sueño reiterado es un síntoma de mi enajenación, que el tratamiento hará efecto pronto. Me dan un bonche de píldoras por la mañana y otro por la noche. Los enfermeros me obligan a tragármelas, tienen un gusto amargo, como el toronjil. Todos me dicen que me sentiré mejor, pero las píldoras sólo me dejan aletargado y me provocan náuseas. Al ingresar al hospital pensé que me repondría en poco tiempo. Pero mi condición ha empeorado, mi cuerpo se debilita cada día que pasa. Las fuerzas se me fueron menguando hasta no tener ánimo para levantarme de la cama. En mis mejores días paso el tiempo recostado o mirando por la ventana de mi habitación. Las contracciones musculares en los brazos se vuelven insoportables con el transcurrir de los días. La sensación de ardor que me recorre las piernas y los brazos es cada día más intensa. Algunas veces no puedo abrir las manos que se empuñan solas. La lengua se me inflama y se escalda después de cada alimento que pruebo. Mi piel transpira tanto sudor que mi ropa se empapa como si me hubieran metido a la regadera vestido. El único olor que puedo percibir es un tufo a tizne que se filtra por la ventana.
Entran a mi habitación un enfermero y la doctora. Ella carga en sus manos un folder amarillo con unos papeles que contienen mi historial médico. El enfermero se me acerca para intentar ponerme un estetoscopio en el pecho. Me pide que me levante la camisa. Lo hago sin pensarlo mucho y sin chistar. Pone la membrana del aparato sobre la piel y él se coloca las olivas en los oídos. El tacto de la membrana se siente frío. El hombre intenta escuchar con atención algo mío se me escapa. Tarda un tiempo largo escuchando, un tiempo que me pone nervioso. Intento indagar en su mirada para reconocer algún gesto, para saber qué es eso que está buscando. Retira con suavidad la membrana del pecho y da un paso atrás. La doctora abre el folder, comienza a revisar los papeles en un silencio que me resulta absoluto. Lee el historial moviendo los labios sin pronunciar una palabra. Miro la pequeña habitación en donde me encuentro para evitar la angustia que me provoca la espera. El enfermero se encuentra hurgando entre las cosas que tengo sobre el escritorio. Toma el único libro que descansa sobre la mesa, lo mira por el lomo leyendo en voz alta el título: La expulsión de la bestia triunfante. Miro con atención el crucifijo negro que se encuentra colgado sobre la cama, es el único recuerdo que tengo de mis padres. La doctora cierra la carpeta y se sienta a mi lado en la cama.
—Al parecer su condición ha mejorado. Lo vamos a cambiar de habitación, a una más amplia.
No entiendo lo que me dice, siento que me está mintiendo. Yo no he mejorado, pero acepto el cambio de habitación asintiendo con la cabeza mansamente. Pienso que me vendría muy bien un cambio de aires. El enfermero me alarga la ropa con la que ingresé a la institución.
—Vístase, tiene visitas.
—No me siento en condiciones de ver a nadie.
—La que paga manda.
—No quiero verla. No me pueden obligar.
—Lo siento, tiene que vestirse. Saldrá a la visita lo quiera o no.
El enfermero me sujeta por el brazo con fuerza, da un tirón de la manga de la camisa para levantarme de la cama.
—¡Vístete! —me ordena cambiando el tono de voz.
—Suéltame, cabrón, no iré a ningún lado.
Le doy un golpe a puño cerrado en la nariz. Da unos pasos para atrás, se cubre el rostro con ambas manos, luego las extiende para mirar la sangre que escurre entre sus dedos y que mana de su nariz tumefacta. Me inspecciona con las pupilas dilatadas, encandilado. Del interior de su uniforme hala un cordón que le colgaba del cuello con el que se sostiene un silbato. Lo lleva a su boca y lo hace sonar. El ruido es tan agudo que taladra mis oídos. Con las palmas de mis manos me cubro las orejas para protegerme. Otros dos enfermeros entran apresurados a la habitación. En sus rostros reconozco al comisario y al alguacil de mi sueño. Las piernas se me acalambran, como si hubiera estado sentado durante un tiempo muy largo. El olor a olíbano comienza a desprenderse del cuerpo de los enfermeros. La boca y la garganta se me empolvan, empiezo a toser y vuelvo a sentir esa extraña sed que el agua no puede saciar. Corro hacia la mesita de noche, levanto la jarra de cristal, bebo, bebo hasta vaciar el recipiente. El líquido me quema como si hubiera tomado Tonayan. Los hombres recién llegados están revisando al otro que sigue sangrando. Siento que el cristo de la pared se sonríe. Me acerco a la cama, lo desmonto, abro la ventana de golpe. Los enfermeros intentan detenerme, pero logro lanzar la efigie de yeso al vacío. Escucho como se rompe al caer a la calle. Un rumor de agua subterránea va creciendo dentro de mi cabeza hasta convertirse en voces gritando: hereje, blasfemo, espurio. Veo los labios de los enfermeros moverse: Reconócelo, Señor, como criatura tuya; no creada por dioses extraños, sino por ti, único Dios vivo y verdadero. Siento una náusea subir desde mi abdomen hasta la boca. La doctora saca de mi habitación al enfermero con la nariz rota, mientras los otros dos me conducen al pasillo. Caminamos hacia la sala de espera, puedo sentir las palpitaciones de mi corazón batiendo rápido. Me arremango la camisola blanca, moviéndome lento como un animal en agonía. Al llegar a la sala de espera me encuentro de frente con mi esposa. Se me acerca titubeando para plantarme un beso en la mejilla. Cierro los ojos, aprieto los párpados lo más que puedo esperando que al abrirlos ya no esté ahí. Siento el abrazo de Sara, sus manos sobre mi espalda se mueven para abarcarme. Abro los ojos y descubro que todo permaneció idéntico. Sara se aleja unos pasos mientras percibo su olor como a piel de naranja mezclado con tabaco en guarda. Me mira fijo, intuyo que intenta saber qué es lo que estoy pensando. Es verano, sopla un aire caliente. La frente se me perla con gruesas gotas de sudor. Sara trae puesto aquel vestido de flores blanco con el que nos retrataron en la foto que tenemos colgada en el pasillo de las escaleras de nuestra casa. No sé si quiere castigarme con la nostalgia de ese pasado imposible o sólo es una coincidencia dolorosa. Tomo una silla y hago el gesto de sentarme.
—Vamos a caminar, este lugar es triste —me dice mientras mira las paredes de la sala de espera manchadas por la humedad.
Siento el golpe del calor veraniego que me asfixia, respiro profundo para recuperar el aliento. El enfermero o el alguacil, ya no puedo distinguir uno del otro, se me acerca. De un tirón me pone en pie. Sara me sujeta del brazo y nos enfilamos a la salida seguidos de cerca por aquel hombre. En la calle la luz lástima mis ojos. Deslumbrado, dejo que los pasos de mi esposa me guíen. Caminamos juntos hasta la plaza. Al llegar suelta mi brazo, corre por un camino de gravilla hacia los juegos infantiles para subirse en un columpio. Con una seña pide que le ayude a balancearse. Al acercarme, su cuerpo se tensa. Del suelo recojo dos piedras de entre la gravilla, las escondo entre mi ropa mientras simulo que me ato las agujetas. Empujo con suavidad el columpio que se mece con lentitud. Los pliegues de su vestido ondulan con el aire y parece que se difuminan. El alguacil nos vigila sentado en una banca metálica de color verde. Sara habla, pero yo no puedo entender el significado de lo que me dice. Sus palabras son presagios que no puedo descifrar. Escucho en mi mente la canción de mi infancia: «Es verdad, soy un payaso, pero qué le voy a hacer. Uno no es lo que quiere, sino lo que puede ser». Las lágrimas ruedan por mi rostro sin freno, mojan uno de los hombros de Sara, que detiene el movimiento pendular del columpio con sus pies. Vuelve a abrazarme. Nos sentamos juntos en una banca cercana a la de mi celador. Las palabras que pronuncia recobran sentido para mí.
—Sólo vine a despedirme, Jorge. En el hospital dicen que tienes que quedarte por tiempo indefinido y que no podrás recibir visitas.
—Eso no es posible. A mí me dijeron que estaba mejorando.
—La doctora me explicó que tu condición es inestable. Que no puedes procesar lo que pasó en el incendio.
—¿Qué incendio? ¿De qué hablas, Sara?
—¿No lo recuerdas, Jorge? El fuego lo iniciaste tú por accidente.
Los recuerdos se me agolpan en la cabeza y siento algo oprimiendo mi garganta. Veo a Sara en el umbral de la puerta de nuestra casa gritando. Escucho las voces de mis padres en una negrura muy lejana.
—¿Por qué me mientes? Me quieres abandonar aquí —le grito mientras las personas que pasean por ahí me miran.
—En el incendio murieron tus padres, Jorge. Nada fue lo mismo después de eso. Prometiste recibir tratamiento y nos separamos. ¿Recuerdas?
El enfermero se levanta de su lugar, se acerca para decirme que es tiempo de volver. Miro con detenimiento la estatua de bronce coronada por la luz del sol mientras jalo aire profundamente. La miro y reconozco al hombre de mi sueño. Me reconozco en su mirada. Soy yo, soy yo, soy yo, le grito a Sara señalando la estatua. El enfermero me sujeta con ambos brazos dejándome inmóvil. Sara me da un beso en la frente y me acaricia el rostro.
—¿No lo entienden? Soy yo, el hombre de la estatua soy yo. Vivo en dos épocas distintas a la vez.
—Perdónate Jorge y Dios te perdonará —me dice Sara con lágrimas en los ojos.
—Dios no existe, Sara.
El enfermero me pide calma, me sujeta más fuerte los brazos y murmura: Pax domini sit semper vobiscum.
—¿Qué dijiste? Repítelo, repítelo… Dilo otra vez, cabrón.
—Adiós, Jorge. Te amo, nunca lo olvides —me grita Sara mientras el enfermero me lleva arrastrando de regreso.
La miro irse como atrapado en un instante que no termina nunca. Llegamos a mi habitación, me pide que recoja mis cosas y que las ordene sobre la cama. Coloco el libro, una foto de mis padres, un reloj de pulsera y mi poca ropa. Salimos de la habitación y andamos por los pasillos dando vueltas. La doctora nos recibe en la puerta de un alojamiento pequeño en el área de reclusión. El enfermero me arroja dentro, cierra con llave. Escucho sus pasos pesados. El lugar es oscuro, seco y tiene los techos muy bajos. Está casi vacío, sólo hay una cama con un colchón algo roído y una mesa ratonera. Por el pequeño tragaluz entra un resplandor que ilumina un rincón de la pieza. Me quito los zapatos para sacar las piedras y las pongo sobre la pequeña mesa. Los pies me sangran por el constante roce con los guijarros. Me siento sobre la cama, recuesto el libro en mis piernas e intento leer. Paso una a una sus páginas amarillentas. No puedo entender nada. En el rincón iluminado veo una sombra que se parece a la serpiente de mi sueño. Escucho su voz: desobedece, desobedece. Por fin comprendo lo que me ordena. Recojo las piedras de la mesa, las choco una con la otra sobre el libro hasta que se hace de noche. Por fin una chispa cae sobre el papel amarillento. Se inicia un fuego que se aviva con rapidez. Lanzo el libro en llamas al colchón. Se prende en fuego, lento al principio, pero después cobra fuerza. Me despojo de toda la ropa que traigo puesta y quedo desnudo frente a las llamas. Le rompo las patas a la mesa ratonera, la parto a la mitad y arrojo todo a las llamas. Escucho los gritos de la multitud enardecida pidiendo que mi cuerpo arda. El humo se va tornando cada vez más denso y negro. Huele a incienso y a olíbano. El incendio llega a las vigas del techo del alojamiento.
El calor reseca el aire, me cuesta trabajo respirar. Me siento mareado y veo borroso. Tengo sed, mucha sed. El ruido de aquel griterío vuelve a aparecer: hereje, espurio, brujo. Bailo alrededor de la hoguera al ritmo del chirriar de la madera. Las paredes y las vigas se cuartean. El calor del fuego que me rodea me comienza a abrasar. Siento que mi carne se ablanda en el ardor de las llamas. Mi nombre se pierde entre las lenguas del fuego que me consume. Grito, aúllo, nadie me escucha. Ya no soy quien solía ser. Soy una sustancia: Yo soy el fuego.
*Texto cedido por el autor.
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Raúl Motta (Estado de México, 1983). Es escritor, editor, periodista cultural y guionista cinematográfico. Profesor de narrativa en el Colegio de Escritores de Latinoamérica. Ha trabajado en distintas editoriales como Libros del zorro rojo y Erdosain ediciones. Se especializa en cuento, crónica y ensayo. Parte de su obra ha sido traducida al inglés y publicada en Argentina y México. Es columnista en la revista Este País. Imparte cursos y talleres de Creación literaria y de Escritura creativa desde hace más de diez años.