El evento literario más antiguo del país regresó a las actividades presenciales en esta 44 Feria del Palacio de Minería, ¡conoce los detalles!
Hace 500 años se produjo un encuentro único entre dos personajes legendarios y que cambiaron el rumbo de dos continentes: el 8 de noviembre de 1519 Moctezuma y Hernán Cortés estuvieron frente a frente por primera vez.
Fiel a su ágil estilo, el historiador Alejandro Rosas nos ofrece una versión literaria de la serie ‹Hernán› producida por Dopamine y Tv Azteca, adaptación que se destaca por ser un trabajo monumental que saca a la luz nuevas facetas del conquistador de México.
Más que odiado, Cortés ha sido un personaje desconocido hasta ahora. A 500 años del mítico encuentro entre el conquistador español y Moctezuma II, gran tlatoani de Tenochtitlán, es momento de contar la verdad.
Las páginas de Las caras ocultas de Hernán Cortés, relatan las grandes hazañas de un hombre sediento de poder, riqueza y gloria; pero también las facetas que la historia oficial ha dejado en la sombra: su íntima relación con Malintzin, una simpatía peculiar entre él y Moctezuma, el respeto que siempre mostró por las tierras mexicanas y sus habitantes, sus habilidades como líder y estadista, imágenes del niño rebelde y travieso que fue; todo lo que esa gallardía le otorgó durante una de las vidas más apasionadas y apasionantes de la historia, incluyendo su más grande derrota, la llamada Noche Triste.
En pleno siglo XXI no pueden seguir imperando los prejuicios. Hernán Cortés no fue ni héroe ni villano; fue un hombre definido por sus circunstancias, las mismas en las que coincidieron Moctezuma, Marina, Alvarado, Bernal Díaz y los cientos de españoles y miles de indígenas que cruzaron sus destinos en un mismo punto de la historia.
Hernán Cortés era un hombre común que se atrevió a dar el paso que ningún otro hombre de su generación quiso dar: aventurarse a tierras desconocidas con un futuro incierto. Eso era Cortés, solo un hombre más «de buena estatura, rehecho y de gran pecho», como escribió su biógrafo Francisco López de Gómara, «el color ceniciento, la barba clara, el cabello largo. Tenía gran fuerza, mucho ánimo, destreza en las armas. Fue travieso cuando muchacho y cuando hombre fue asentado… Fue muy dado a las mujeres, lo mismo hizo al juego y jugaba a los dados de maravilla. Fue muy gran comedor y templado en el beber, teniendo abundancia. Era recio, porfiado. Gastaba liberalísimamente en la guerra, en mujeres, por amigos y en antojos, mostrando escasez en algunas cosas. Era devoto, rezador y sabía muchas oraciones y salmos de coro».
A quinientos años del encuentro entre Cortés y Moctezuma, el capitán español permanece en el exilio de la historia mexicana. Figura controvertida y polémica, murió siendo mexicano, por eso su última voluntad fue que sus restos descansaran en México, en el lugar que fundó y del que terminó por enamorarse. El lema de su escudo de armas no podía ser más elocuente: «El juicio de Dios los sometió y la fuerza de mi brazo lo confirmó». Como muestra de ello, dejamos a continuación las primeras páginas de este extraordinario texto:
Capítulo 1.
“La suerte está echada Llovía a cántaros, el agua se filtraba por las armaduras de los hombres de Cortés mientras aguardaban el momento propicio para atacar. La adrenalina, la excitación que precede a la batalla, los mantenía alerta, pero estaban exhaustos. Habían llegado a marchas forzadas a unas leguas de Cempoala y solo esperaban la señal de su capitán general para atacar. Se quedaron quietos, escuchando el sonido de la lluvia que golpeteaba sobre la exuberante vegetación, excepto cuando se escuchaban los truenos; los rayos se reflejaban en las armaduras lodosas, en las espadas y las lanzas de los soldados. Para Hernán Cortés no había un mañana; si no salía victorioso, sus planes, sus sueños, su ambición se esfumarían. No podía permitirse fallar, la derrota no era una opción. ‘La suerte está echada’, pensó cuando dejó Tenochtitlán y marchó a Veracruz para hacerle frente a Pánfilo de Narváez la mañana del 10 de mayo de 1520. Mientras ordenaba a sus hombres que se prepararan para partir, le dijo a Marina que también se alistara para dejar la capital imperial. —Vendrás conmigo, te necesito a mi lado —le expresó.
Marina asintió complacida, pues para ella ningún lugar en la Tierra era mejor que junto a Cortés. No se había separado de su lado desde que el español supo que hablaba la lengua de los mexicanos, en abril de 1519. Era su mujer y su traductora, y, como a Cortés, la suerte también le sonreía: había salido con bien de todas las andanzas en las que acompañó al español —que no eran pocas— y esperaba seguir contando con la venia de los dioses, o al menos con la del dios al que el capitán general le entregaba su fe. El destino alcanzó a Hernán Cortés en mayo de 1520. Sabía que tarde o temprano su compadre Diego Velázquez, el gobernador de Cuba, reuniría los recursos suficientes para enviar por él, y ese momento había llegado. Hasta oídos de Velázquez llegó la información de que Cortés había despachado una nave desde Veracruz con grandes tesoros para el rey Carlos V, así como una carta solicitándole su autorización para proseguir la conquista. La noticia desató la ira de Velázquez; su compadre lo había traicionado y debía hacerlo pagar.
Velázquez gastó hasta el último real para organizar una expedición punitiva, cuyo fin era aprehender a Cortés junto con sus capitanes y llevarlos de vuelta a la isla, donde seguramente los esperaba la horca. Desde luego, Velázquez y sus hombres se harían cargo de la conquista de México en el punto donde la dejara Cortés. Se cumplía apenas un año y tres meses desde su salida de Cuba y parecía que mediaba la eternidad. Cortés había logrado lo inimaginable: llegó a Tenochtitlán con poco menos de 300 españoles y aliados tlaxcaltecas y sometió sutilmente al emperador Moctezuma sin haber derramado una gota de sangre mexica. Suficiente para ufanarse, pero si algo había acompañado a Cortés en todo momento era la prudencia, y la situación la requería, sobre todo cuando le comunicaron que habían llegado a las costas de México 18 naves con cerca de 1 000 hombres, 80 caballos y más de diez piezas de artillería al mando de Pánfilo de Narváez, cuya vanidad era por todos conocida y que habría dado un ojo por vencer a Cortés y llevarlo vivo o muerto de regreso a Cuba.
Las naves de Narváez llegaron a San Juan de Ulúa a principios de mayo de 1520. Los espías de Moctezuma, siempre atentos, corrieron a Tenochtitlán y mostraron a su emperador y a Cortés dibujos donde describían gráficamente cómo estaba compuesta la expedición. Las 18 naves atracadas habrían hecho palidecer a cualquiera, pero Cortés no era de los que rumiaban sus penas; de inmediato comenzó un intercambio epistolar con Narváez para ganar tiempo.”
Para finalizar agregaremos que Cortés deseó, y así lo dispuso, ser enterrado en el México que el mismo construyó y en el punto donde se encontró por primera vez con Moctezuma: la iglesia del Hospital de Jesús que construyó con las piedras de la antigua pirámide. Allí, en el país que soñó, descansan sus restos. Una vida, y un libro fascinante.
¡Búscalo en tu librería favorita!