(cuento)*

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Sólo el camino de la destrucción nos hará libres, rezaba el asunto del correo electrónico que, por noveno día consecutivo, llegaba a las bandejas de entrada de las tres direcciones que usaba para la comunicación cibernética. Puntual, preciso, siempre era mandado a las 3:15 am. Los primeros días lo borraba sin pensarlo, considerándolo como un spam cualquiera. Sin embargo, ese misterioso e insistente correo comenzaba a tomar tintes épicos. Ya en el mundo virtual se había vuelto famoso. Se decía que cada máquina del país recibía, diariamente, a la misma hora, ese correo. Aunque en esos días ya casi no hablaba con nadie, aún conservaba un par de amigos a quienes pude preguntarles si podían confirmar el rumor: lo hicieron; ellos también recibían con esa religiosa puntualidad el mensaje. Tampoco se habían atrevido a abrirlo. Las leyendas urbanas alrededor de esa misiva iban en aumento: se contaba que traía adjuntado el más poderoso virus jamás creado. Que bastaba con colocar el cursor sobre el titular para que su ponzoña electrónica quedara libre y entonces destruyera por completo tu máquina y la de cualquier otro que estuviera en esos momentos en línea contigo, cumpliendo así la consigna que se predicaba. Haciéndolos libres. Incluso llegué a ver en varios ciber cafés la advertencia de que si alguno de los usuarios, por error o voluntariamente, abría ese correo y, por consecuencia, las máquinas del local quedaban destruidas, sería tomado como único responsable y obligado a saldar los daños.

Para esa mañana, mientras fumaba un enésimo cigarrillo, y el café ya me estaba produciendo náuseas, acaso porque mi ánimo tampoco era el mejor, me sentí estúpidamente tentado por la curiosidad. «Sólo el camino de la destrucción nos hará libres» sonaba a algo que ya había escuchado antes, pero no conseguía recordar dónde ni cómo. No se trataba de algo que hubiera pescado al aire; me acuciaba la sensación de que se me había revelado de manera íntima, por alguien conocido.

Di un trago tan largo que dejé vacía la taza y mi estómago reclamó la artera agresión. Llevaba años «desayunando como el diablo» según llamaba un viejo amigo a esta terrible costumbre de darle la bienvenida al día con uno o dos litros de café negro y media cajetilla de cigarrillos y, al parecer, finalmente mi cuerpo sufría los estragos debidos. Tras luchar unos instantes contra el reflujo y las arcadas, salí corriendo al baño y descargué una baba espesa, de tono pardo, que me dejó un regusto a ácido en la boca y un intenso ardor a lo largo del esófago. El último escupitajo estuvo aderezado con un pequeño coágulo de sangre. Me dejé caer contra la pared, resollando, sintiendo que se me incendiaban las entrañas, y entonces vino a mi memoria lo que un amigo me había contado muchos años antes: tras una borrachera infame, en la madrugada, poseído por los demonios etílicos, había vomitado durante un tiempo que a él le pareció eterno. Una eternidad en que, según él contaba, había recibido importantísimas revelaciones.

Y entonces, junto con ese recuerdo, mientras yo veía cómo el remolino del excusado se llevaba esa bazofia pardusca y sanguinolenta que quizá anunciaba lo poco que me faltaba para el colapso, supe por qué esa consigna («Sólo la destrucción nos hará libres») me parecía familiar. Tras reponerme y encender otro cigarrillo, me dirigí hacia el librero donde guardaba los libros que jamás volvería a leer pero, por razones sentimentales, nunca podría desechar y, tras un buen rato, encontré el volumen que buscaba: Estética de la destrucción: un ensayo para revolucionar el arte y la cultura en decadencia.

El autor era ese viejo amigo mío al que Dios le hablaba mediante la borrachera y el vómito. Le había perdido la pista desde años atrás, precisamente cuando había cometido el despropósito de publicar ese ensayo. Por razones que luego se comprenderán, mantendré su nombre real en el anonimato y me limitaré a llamarlo Elías.

Elías era, podría afirmar sin resquemor, un genio. Y cómo no llamar genio a alguien que no sólo tenía un doctorado en Matemáticas, varios libros publicados y una maestría en Literatura moderna, sino que además era invencible en el Go (sí, este jueguito japonés de estrategia que sólo los verdaderos frikies comprenden) y sus habilidades de hacker no pocas veces nos habían resuelto algún conflicto cibernético.

Y, quizá, fue esa genialidad la que lo condenó.

Las revelaciones que recibió durante su madrugada maldita, después lo sabríamos, fueron las primeras ideas que luego desarrollaría en ese libro que terminó de hundirlo. A partir de esa mañana, quedó obsesionado por el tema de la destrucción. Comenzó a verla en todas partes: es más, decía que la misma vida estaba regida por la destrucción, incluso desde el acto de concebir. Se engañaba a los ejecutantes haciéndolos creer que daban origen a una nueva vida, cuando en realidad no hacían sino destruir sus individualidades, su soledad, su condición de seres que sólo se pertenecen a sí mismos. Además, decía, al momento de nacer también algo se destruye, ese estado onírico, acaso perfecto del feto que vive suspendido en un sueño eterno, que quizá sea la manera en que los dioses duermen… y eso queda destruido al momento en que se le da a luz a ese nuevo ser… y su vida ni siquiera goza de un instante de plenitud: de inmediato es sometida a esa destrucción ineludible que nos llevará a la muerte… la gran, definitiva, en apariencia, destrucción del ser.

Recordé eso al hojear el libro y leer fragmentos aislados. Yo viví de cerca la creación de ese libro e incluso fui invitado a presentarlo. En principio acepté, pero cuando lo leí completo, me sentí profundamente desasosegado, confundido. No sólo era lo disparatado de las propuestas ahí consignadas casi como revelación divina. Era el estilo, la estructura, lo que convertía ese texto no en el despliegue de la genialidad sino en la contundente muestra de que la locura habría atrapado para sí un alma más.

Elías se puso como energúmeno cuando le dije esto y rechacé presentar su libro. Dijo que era otro de tantos que se negaba a ver la realidad, a aceptar la dolorosa verdad que regía el universo. Intenté disuadirlo, pero sólo conseguí enfurecerlo más. Prácticamente me corrió de su casa esa tarde.

Quienes presentaron el libro resultaron ser personajes desconocidos, tanto para el mundo de las Letras como de la Física o la Matemática. Eran un hombre y una mujer con ropas adustas, oscuras, y la mirada fría, como si no tuvieran nada dentro del cuerpo. Yo asistí casi de incógnito, quería ver qué sucedía en ese evento y, debo confesarlo, fui con ánimos encontrados: por un lado, para el bien de mi amigo, esperaba que mi juicio hubiera sido erróneo; por el otro, mi ego anhelaba que mis predicciones se cumplieran.

La presentación terminó siendo un desastre, aunque no por el libro en sí, como yo lo había supuesto. Los comentarios que dieron las personas sentadas en el estrado, como los de cualquier presentación, no fueron sino elogios vanos, zalameros, incluso serviles y exagerados, que se ocultaban bajo una prosa exaltada que diera la impresión de una lectura profunda. Pero Elías actuaba con suficiencia absoluta, de gurú o líder de culto liberador. Eso me pareció entonces. El verdadero problema acaeció cuando los asistentes comenzaron a cuestionar algunos de los conceptos desarrollados en el libro. Elías reaccionó peor aún que como lo hizo conmigo, en esta ocasión alentado por sus acompañantes. Insultó al público llamándolo ciego, zafio, retrógrado, amante del oscurantismo, cerdos cobardes que no pueden aceptar su naturaleza corrupta… Los robots a su lado, por su parte, decían que cómo alguien se atrevía a cuestionar las verdades reveladas, que eso sólo era reflejo de que se tenía la inteligencia de un mico y la sensibilidad de un escarabajo.

Todo esto condujo a que el evento por poco derivara en una trifulca y, debo confesarlo, me divirtió muchísimo, casi nunca se ve un espectáculo así en ese tipo de concurrencias, que por lo general son suficientes para incitar al suicidio por aburrimiento. Cuando el público dejó vacía la sala, intenté acercarme a Elías. Faltaban algunos pasos para tenerlo a distancia de saludo, cuando sus ojos se encontraron con los míos. Quedé paralizado. Aunque siempre había tenido cierta mirada extraña, de loco, pues, en esa ocasión era mucho más impresionante. Ese ya no era el amigo, el escritor, el amante de las películas de kung fu, el que encontraba en todo una relación con las Matemáticas que yo había conocido. Él ya era el «Profeta de la destrucción», como en algún momento uno de sus fámulos lo llamó durante su discurso. Entonces, sólo le saludé con un gesto y me di media vuelta. No nos volveríamos a ver en mucho, mucho tiempo.

Tras que mis recuerdos me dejaron en paz, volví a la computadora. El correo electrónico seguía ahí: Sólo el camino de la destrucción nos hará libres. La tentación de abrirlo se estaba volviendo irresistible. Quizá sólo me contuvo saber que ahí, en ese disco duro, yacían 400 páginas de lo que pretendía ser mi última novela. Quizá en este momento suene absurdo, pero esa mañana me pareció más que prudente darle algo de crédito a los rumores. Apagué la computadora y regresé a leer el libro de Elías. Conforme avanzaba en la lectura, sucedieron dos fenómenos que resultarían contundentes para el futuro: el primero, el más importante, las consignas, las disertaciones, las conclusiones plasmadas en esas páginas dejaron de parecerme un disparate. Sí, eran delirantes, desquiciadas, inverosímiles, pero en realidad poseían una lógica interna. Su deducción había sido metódica, válida, meditada por mucho tiempo. El otro, fue que tomé la decisión irrevocable de abrir el correo maldito: necesitaba saber qué mensaje o qué palabras iban ocultos en él. Así que, contrario a mis costumbres de esos días, decidí salir a la calle, ir a un cibercafé y afrontar las consecuencias de abrir ese mail en un sitio público.

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Por supuesto que, como casi toda leyenda urbana, el rumor sobre la capacidad destructiva de ese correo resultó falso. Nada sucedió, al menos a la máquina que usé o cualquiera de las aledañas, cuando lo abrí. Respecto a mí, no podría decir lo mismo.

Como había sospechado, el cuerpo de texto estaba plagado de fragmentos del libro de Elías, junto con otras intervenciones de claro tono apocalíptico mezclado con cierta tendencia política radical. En sí, el mensaje era que las señales habían sido dadas ya, que venía el tiempo de la revolución, que debíamos prepararnos. Acaso la mayoría de la gente sólo sonreiría al leer esos disparates y luego regresaría a sus páginas pornográficas o a revisar las más recientes actualizaciones de sus redes sociales. Sin embargo, a mí me dejó un tanto perturbado, y todavía más lleno de curiosidad. Habían pasado ya varios años desde el desencuentro con Elías, y muchas de mis ideas habían cambiado. Años durante los cuales mi humor se había vuelto gris, ácido y mi cinismo alcanzó niveles obscenos. Terminé peleándome con todo el mundo y traté a las personas como objetos, particularmente a las mujeres. Luego, vino una especie de profundo desencanto e indolencia que se había convertido en mi actual modo de vida. En sí, eso era lo que más furia me producía: actuar como si ya nada más importara. Sentía que algo de mí, algo muy íntimo, se había destruido.

Al salir del cibercafé, me asaltó de la duda de si los otros correos dirían exactamente lo mismo y me sentí culpable de haberlos borrado. Ya nunca podría saber si el que había leído ese medio día era la continuación de un discurso más extenso o una eterna repetición de las mismas ideas delirantes que, al cabo de un tiempo, se perderían en el olvido del infinito basurero cibernético. Ahí donde está todo lo que sabemos y también lo que no, como decía mi amigo el Desaparecido.

Al otro día, cuando nuevamente apareció un correo cuyo asunto decía Sólo el camino de la destrucción nos hará libres, lo abrí ya en la computadora de mi casa, sin temer que nada fatal sucediera. Y, gustoso, descubrí que no contenía la misma información que el primero. Ahora los pasajes citados del libro eran otros y los mensajes entreverados, de diferente tenor. Aunque en esencia se seguía sintiendo despersonalizado, me entró la ligera sensación de que, remotamente, ya estaban dirigidos a mí en particular. Como si fuera una suerte de premio a mi valentía… o la curiosidad… o lo que fuera que me había animado a abrir el primero. Y supuse que al otro día un nuevo correo sería mandado a mi bandeja y contendría información distinta, nueva, cada vez más para mí.

No estaba equivocado.

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Fueron varias las semanas durante las cuales cada mañana estuve pendiente del correo electrónico. Cada día, llegó con prístina puntualidad, el mensaje que esperaba. Y, no puedo evitar confesarlo, eso me entusiasmaba. Era lo primero que realmente me entusiasmaba en mucho tiempo. Quizá años.

Conforme fui adentrándome en esas lecturas, comenzaron a aparecer ideas en mí que no pude mantener por mucho tiempo ocultas. Una ocasión, en que desperté sintiéndome particularmente mal, no sólo por la ingente cantidad de alcohol que me había zampado la noche anterior, sino también por lo que me obligó a ello (una vez más, se me había ocurrido meterme con una mujer de lo más inconveniente, pero en realidad eso no viene al caso), decidí escribir mi réplica al último mensaje que me habían mandado. En ése se hablaba de que la humanidad ya estaba infectada por venenos que ella misma había creado y que sólo era cuestión de tiempo su destrucción inevitable. Debido a mi ánimo belicoso de esa mañana, se me ocurrió responder que eso era demasiado ingenuo. Que si bien todo apuntaba a que algún día el ser humano terminaría por autodestruirse, aún faltaba demasiado. Ya eran demasiadas décadas las que llevábamos esperando esa gran guerra que prometía la desaparición de todo lo conocido. Que quizá valdría la pena que alguien desatara cuanto antes una revolución, no para cambiar ni mejorar las cosas, sino para destruirlas.

Me arrepentí de haber escrito esas palabras apenas apreté el botón de enviar. Fui invadido por una especie de angustia, de desasosiego. Era como si dentro de mí supiera que acababa de tomar una decisión fundamental para mi vida, pero de una manera totalmente irreflexiva e irresponsable.

Pase él resto del día en ese ánimo exaltado y por la noche no pude dormir, con todo y que nuevamente bebí como cosaco. Me obsesionaba pensar si alguien, ese alguien detrás de los correos, había leído mi respuesta y si entonces mandaría una réplica a ella o, por el contrario, la había ignorado categóricamente y se limitaría a seguir mandándome mensajes que, ya desde mucho tiempo atrás, habían adquirido un absoluto tono de evangelización. Más aún: llegué a dudar de que en verdad hubiera alguien detrás de esos mensajes. Podría ser que un programa extrajera los documentos de una base de datos y con la misma mecanización característica los enviara a cuantas direcciones tuviera acceso. Para el final de mi delirio llegué a creer que en realidad había imaginado todo, que había perdido la razón esa mañana en que por fin había vomitado un poco de sangre.

Preso de una angustia rayana en la desesperación, justo a las 3:16 de esa madrugada, entré a mi correo electrónico. El mensaje ya había llegado y tembloroso lo abrí. En esa ocasión no venían extractos del libro de Elías ni tampoco una respuesta a lo que yo había escrito. En vez de ello, había una fecha, una hora y la dirección de un sitio web, junto con una serie de claves, algunas formadas por palabras, otros por números, las menos por combinaciones de ambos.

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El tiempo que transcurrió para que llegara la fecha que se había indicado lo recuerdo de manera muy nebulosa. Los correos dejaron de llegar a mi bandeja electrónica, lo que me produjo un profundo desasosiego. Me habían quitado mi único entretenimiento real. Los primeros días intenté distraerme escribiendo, leyendo, yendo al cine o tomando algunas cervezas en cualquier bar. No sirvió en lo absoluto para tranquilizarme. Luego comencé a desesperarme, a enfurecerme. Volví a refugiarme en mi apartamento, daba cuenta de dos o tres botellas de mezcal y quién sabe cuántos litros de cerveza al día. En los clímax de la borrachera resonaban en mi cabeza fragmentos de ese libro maldito, a veces miraba el rostro desencajado de Elías; otras, fragmentos de mi vida hundida en el fracaso. La mañana en que por fin se cumplía el plazo fue la peor de todas. Las horas se me hicieron interminables, mi cuerpo no toleraba el alcohol y fue tal la furia que me invadió que terminé arremetiendo a golpes contra la pared. Al cabo de un rato, conseguí sentirme, si no tranquilo, al menos un poco lúcido. Tenía los nudillos despellejados, sangrantes, las manos hinchadas, la cabeza me dolía como si tuviera migraña. Pero al menos en mi pecho ya no sentía ese inmenso vacío.

Por fin llegó la hora indicada. Saqué las hojas donde había impreso las indicaciones y las claves, y entré al sitio previsto. Lo primero que sentí al verlo fue que me habían timado y acaso porque aún me dolía todo, no me puse a llorar. Se trataba de una página de propaganda cristiana, llena de consignas tan dulzonas como fanáticas. Estuve a punto de cerrarla y olvidarme de todo… o quizá, cerrarla y luego suicidarme, cuando me di cuenta de que uno de los edictos adjudicados a la sagrada palabra de Cristo en realidad era uno de los aforismos de Elías. La esperanza regresó a mi pecho y entonces decidí entrar.

Para hacerlo, necesitabas estar registrado. La opción para un nuevo aspirante no existía. Eso aumentó mi emoción. El acceso se granjeaba mediante un nombre de usuario y luego una clave de seis guarismos al menos. Intenté primero usando mi nombre verdadero y la única clave que contenía tantos símbolos. No funcionó. Sin perder el ánimo, cambié por el nombre de usuario de mi dirección electrónica desde la cual respondí el mensaje. Entré.

Fue como cruzar un laberinto. Tras entrar en la página cristiana, fui llevado a un sitio de ventas por Internet que luego me introdujo a un blog que a su vez derivó en una página de soft porno. Todo esto gracias a que yo había leído La estética de la destrucción. El truco de ocultamiento radicaba en eso: nadie que no hubiera leído ese libro carecía de probabilidades para avanzar en el laberinto. Cuando revisé la lista de videos y cámaras en vivo que se podían ver en el sitio pornográfico, sólo uno hacía referencia al libro que me había vuelto su esclavo. Los segundos que tardó en cargar la pantalla me parecieron sumamente tensos.

Para pasar el video se me solicitaba conectar una cámara web y unos audífonos, de lo contrario el acceso no me sería dado. Pasé algunos minutos buscando los artilugios requeridos en los cajones de mis escritorios, pero finalmente los encontré. Sólo pedí que, tras tantos años de desuso, no se hubieran estropeado.

Funcionaron a la perfección.

Una vez que pude contemplar la imagen que enviaba ese misterioso servidor, vi una especie de cuarto en donde el único mobiliario era una mesa de madera que ocupaba el centro del espacio y, un poco más atrás, otras dos mesas, de menor tamaño que la primera. El sonido era ambiental… se escuchaba una especie de interferencia, aire, algunos ecos cuyos orígenes me resultaban indescifrables.

Al cabo de unos minutos, apareció el primer personaje de la puesta en escena. Aunque yo estaba preparado para mirar cualquier cosa, me dejó entelerido reconocer a uno de los zombis que había fungido como presentador de La estética de la destrucción. Se trataba del hombre. Vestía exactamente igual que años antes y, aunque con menos cabello, me pareció que no había envejecido en lo absoluto. Llevaba bajo el brazo una laptop y con pasos lentos y graves ocupó uno de los asientos de atrás. Abrió la computadora y su rostro quedó oculto.

Pocos minutos después, apareció la mujer. Ahí ya no me sentí tan sorprendido. Y, como si se tratara de un dèja vú o una repetición instantánea, actuó exactamente igual que su compañero.

Durante los siguientes minutos mi corazón aumentó el ritmo de sus latidos. Ya no era por cuestión de sorpresa, sino simplemente anhelaba confirmar lo obvio. Necesariamente el siguiente en aparecer tenía que ser Elías.

Me quedé boquiabierto cuando por fin sucedió. De lo que recordaba de Elías, apenas quedaban unas muy vagas reminiscencias. Estaba completamente calvo, tenía los ojos hundidos y sin brillo, enjuto como nunca antes. Vestía un traje negro, muy desgastado, y la camisa, del mismo color, por completo deslucida. Sus pasos, aunque firmes, revelaban cierta afección y eran muy lentos. Su mirada emanaba una suerte de desprecio mezclado con suficiencia. Sin duda alguna, consideraba a los demás inferiores, legos quizá.

Con pesadez se acomodó en la silla y lanzó una mirada prepotente y definitiva a la cámara frente a él. Se aclaró la garganta y luego habló. Su voz retumbó en mis oídos.

Toda la fragilidad que, en apariencia, Elías tenía, quedó negada al momento en que su voz se dejó pasear por la banda ancha que, de manera inverosímil, nos tenía conectados aunque estábamos separados quizá por cientos, miles de kilómetros… o apenas una casa. Era esa voz rasposa que yo recordaba, pero había perdido el tono en sordina que revelaba su timidez natural. Ahora era clara, contundente, abrumadora. Recitó algunos pasajes de su libro, y comprendí que me encontraba en una versión muy particular de misa de esta religión adoradora de la destrucción, y así era como comenzaba.

Cuando hubo terminado con esa parte, Elías comenzó a hablar, o más bien, predicar sus propias ideas respecto a la destrucción de todas las cosas. Supe entonces que él era quien escribía esos correos: eran las mismas palabras, la misma fuerza envolvente, el mismo discurso que, por más disparatado que sonara, atraía, atrapaba, convencía.

Sentí que una corriente eléctrica me estremecía la espalda cuando dijo que ya alguien había estado de acuerdo con él en romper con la pasividad. Que no era él el único que creía que no podíamos seguir esperando a que el Destino trajera lo que tanto anhelábamos. Que era momento de convertirnos nosotros mismos en Destino, para así destruirlo también.

Sus dos sirvientes, que hasta ese momento habían estado concentrados en sus computadoras, incluso ajenos a lo que decía su maestro, elevaron las miradas y las alcancé a ver. Eran miradas de devotos, de esclavos incondicionales o fervientes creyentes que acababan de escuchar las profecías de su tan ansiado Mesías. Me produjeron un tremendo escalofrío.

Elías, tras guardar silencio por unos instantes, volvió a hablar ahora ya sumido en un verdadero paroxismo de mesianismo y conminó a los cobardes a renunciar, a destruir ese miedo… pero que él los conocía, no por nada era el máximo guía, y ya había decidido a quiénes hacer parte del inicio de la revolución y a quiénes dejar fuera.

Yo apenas podía comprender lo que presenciaba. Volví a preguntarme cómo es que había llegado ahí y de pronto me pareció absurdo, abominable. Sentí miedo de entender mi presencia ahí, mis temblores, la emoción que me comenzaba a surgir desde lo más profundo de mi estómago, como las muestras de que por fin había caído irrevocablemente en la locura. Estaba en mi estudio, sentado frente a la computadora, pero a diferencia de otras noches en que se trataba de escribir ficción o mirar cómo una desconocida se desnudaba frente a mí tan sólo porque le dije un par de oraciones bonitas, me sentía lejos de ahí. No sentía que se tratara de una mentira, de algo virtual. Eso que presenciaba no era una broma, lo sabía muy dentro de mí: el miedo lo confirmaba.

La sesión se terminó de manera abrupta. La imagen de Elías simplemente desapareció y las páginas que tenía abiertas se cerraron. A continuación, mi antivirus se volvió loco y poco a poco fueron aparecieron mensajes de que mi máquina estaba sufriendo daños irreparables.

Yo sólo pude contemplarlo como quien contemplaría lo inevitable.

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Pasé casi una semana sin siquiera encender la computadora luego de mi experiencia durante esa noche. Había entrado en una suerte de letargo, tanto emocional como físico. Un zombi habría estado más vivo que yo. No podía dejar de pensar en las palabras, en la voz, en el rostro determinado y fanático de Elías. Su eco continuaba reverberando en el interior de mi cabeza y aun llegué a soñar con esa voz hablándome a gritos.

La máquina seguía ahí. Inerte, con la pantalla negra. Recordaba yo los mensajes de daño fatal. Aun así, una mañana, sin dudarlo, sin pensarlo siquiera, sin esperar nada, oprimí el botón de encendido.

La computadora respondió.

Una vez que se cargó el sistema operativo y entró a modo de funcionamiento, me di cuenta que toda la información que había almacenado ahí no existía más. Lo mismo sucedió con los programas. De no ser porque se mantenía funcionando la conexión a la red y el explorador, hubiera sido como si la formatearan. De manera autómata, entré a la red y luego a mi correo electrónico.

No había más que un mensaje, mandado a media semana, también a las 3:15 am.

No sé cuánto tiempo me quedé mirando el texto. Estaba helado, sin poder creer lo que había leído. Y tampoco podía definir lo que sentía: miedo, emoción, incredulidad, furia… todo a un mismo tiempo.

Y es que se me había escogido para ser parte del «nacimiento de la nueva era». Adjunto a este comunicado, venían instrucciones precisas de lo que debía hacer. Lo primero que pensé fue que la convocatoria para este suceso era al día siguiente: lunes. Ahí, sin moverme, leí una y otra vez lo que se me pedía llevar a cabo y, con cada nueva lectura, me hundía más en ese mundo de locura e incomprensión que había instaurado con la primera.

Me pedían que fuera parte del atentado terrorista que marcaría el principio de esa revolución cuya finalidad sería la destrucción absoluta de todo. Lo más absurdo del asunto es que no se trataba de cubrirse con C4 y luego ir a una oficina gubernamental para volarla en pedazos. No. El texto lo definía bien: el caos siempre antecede a la destrucción. El caos es la madre y el padre de toda destrucción que se avecina. Así, debemos sembrar el caos.

Y luego planteaba el descabellado plan: pretendían paralizar la ciudad entera, convencidos de que eso causaría estragos irreparables. Y para ello proponían lo siguiente: cada uno de los elegidos iría a una estación del metro que funcionara como trasbordo entre líneas. Bajaría al andén, se colocaría, como cualquier otro usuario, al filo de la franja amarilla de protección y justo cuando se acercara el tren correspondiente a la hora especificada, habría que lanzar a la persona más cercana a nosotros a las vías. Debíamos asegurarnos de hacerlo justo en el instante en que el convoy pasara, garantizando así la paralización del servicio. Que la víctima muriera resultaba irrelevante. Si se hacía con sincronía y un mínimo margen de diferencia, de un solo golpe la ciudad se quedaría sin metro y eso, irremediablemente, causaría un caos jamás antes visto.

© Arturo Sandoval

De verdad no sabía si reír o aterrarme ante esa propuesta. Pensé si alguien atendería a ese llamado. Pensé en que si nadie, incluyéndome, no iría corriendo a denunciar el atentado a la policía. Y luego entendí en dónde radicaba su posible éxito: en el tremendo absurdo que proponía. No quise pensar más en ello y preferí irme a la cama.

Sin embargo, esa noche no pude dormir. Sufrí de un tortuoso insomnio ignorando si al menos uno de los elegidos, un absoluto desquiciado, cumpliría con su encomienda. No podía encontrar respuesta que me satisficiera y eso me mantuvo en vilo hasta el amanecer.

Entrada la mañana, volví a leer el mensaje. Sí, ahí estaba, no lo había imaginado. Con la relectura, mi curiosidad alcanzó niveles insospechados, sobre todo porque la estación que se me había designado estaba muy cerca de mi casa y aún tenía tiempo de llegar a la hora señalada. Tras pensarlo un poco, y tomándomelo a broma, decidí asistir, tan sólo para ver qué pasaba. Por supuesto que no me sentía dispuesto a arrojar a nadie a las vías del tren.

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A esa hora, en lunes, cualquier metro de la ciudad estaba repleto de gente. Todos hacinados a pocos centímetros del borde del andén, ansiosos de ser los primeros en ocupar un sitio dentro del vagón. Estando ahí, me di cuenta de que en realidad era muy fácil concretar lo que se había sugerido en el mensaje. Realmente fácil. No tardé en despejar mi mente de esas ideas. No lo iba a hacer, ni loco.

© Arturo Sandoval

Sin embargo, me quedé hasta que la hora indicada se marcó en el reloj del metro. A lo lejos aparecieron los faroles del tren que se aproximaba y entonces el corazón comenzó a latirme con toda la fuerza posible. Casi como un autómata, me acerqué hasta el borde del andén y miré a las personas a mi lado, a la que estaba frente a mí. Se trataba de un anciano, corpulento, más alto que yo y, sin embargo, su posición me daba ventaja. El tren se aproximaba y, como si mi mano tuviera voluntad propia, la acerqué lentamente a la espalda del viejo. Casi lo iba a rozar, cuando se escuchó un grito: miré hacia mi derecha y alcancé a ver cómo alguien se desplomaba hacia el paso del convoy. Todo sucedió en una milésima de segundo. La gente gritaba, algunos se fueron, otros permanecieron inmóviles, alcancé a ver una silueta que se alejaba a toda velocidad a la salida. Lo inevitable había sucedido. Yo me quedé helado, sin poder creer que se había tratado de un plan que no iba a admitir errores. Quién sabe cuántos elegidos habían sido mandados a cada estación, bajo la certeza de que al menos uno sí se aventuraría a cumplir su tarea.

Apenas me recuperé del impacto, salí corriendo de vuelta a mi casa. Entré sudoroso, sintiendo que los pulmones iban a estallarme y lo primero que hice fue prender el televisor. En cada canal se estaba haciendo una cobertura especial: el plan para traer al mundo la nueva era se había concretado. Era el principio del fin.

La destrucción había llegado.

(2010)

*Texto inédito. Los editores expresan todo su agradecimiento a Isabel Macedo por las facilidades y atenciones prestadas para poder publicar este cuento.

Humberto Macedo (Ciudad de México, 1976-2010). Autor de las novelas Ordalía (Lectorum, 2004), que le valió el Premio Bellas Artes de Primera Novela Juan Rulfo 2003 y Al anochecer (Ediciones B, 2010), así como de los libros de cuentos Nictofobia y otras torturas nocturnas (UABJO, 2002), con el cual obtuvo el Premio Nacional de Cuento Benemérito de América 2002 en su edición estudiantil y Última escala (UABJO, 2008), que le mereció el Premio Nacional de Cuento Benemérito de América 2008 en su edición principal.

Ha sido incluido en las antologías Moscas, niños y otros muertos (UNAM, Punto de partida, 2004), Muestra de literatura joven de México (flm, 2008), Antología de letras, dramaturgia, guion cinematográfico y lenguas indígenas: jóvenes creadores generación 2007/2008 (Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, 2008), Códices en el asfalto (Gobierno del Distrito Federal/Asociación de Escritores de México, 2008), Bella y brutal urbe (Editorial Resistencia, 2013) e Imágenes/Destinos: Muestra de literatura joven de México (Ediciones el Ermitaño/flm, 2013). Algunos de sus textos están publicados en las revistas virtuales Punto de partidaNictofobia» y «Agua teñida de rojo») y Cantera verde («Crepúsculo»); además, por su relato «Ménage à trois» ganó el premio «El crimen como una de las bellas artes», convocado por el Instituto Coahuilense de Cultura en 2005.

Fue becario de la Fundación Para las Letras Mexicanas en su periodo 2005-2006 y del programa Jóvenes Creadores del FONCA en la disciplina de Cuento en los periodos 2007-2008 y 2010-2011, emisión que no pudo concluir debido a su prematuro fallecimiento y cuyo proyecto inacabado consistía en realizar un libro de cuentos inspirados en algunos de sus amigos, trabajo de donde se desprende el presente texto.