(cuento)*

Osadía loca, husmear en tus cosas.
Gustavo Cerati

La cita es todos los martes a las siete. No es necesario llegar con invitación, pero tampoco se comparte convocatoria. Los que vienen aquí se han enterado de boca en boca, y porque alguno de los regulares se los ha mencionado. Así que no es que sea exclusivo, es que es especializado.

Las reuniones tienen siempre el mismo formato: los que llegan temprano ayudan a acomodar las sillas, preparan el café y acomodan las galletas en grandes charolas de plástico. Al frente, se planta un micrófono en un pedestal, que presta el gerente del restaurante del hotel que les da acceso al sótano, sede perpetua del grupo, y Ricky lleva una pantalla de tela y un proyector para los que necesitan algo más para ilustrar su historia. Pocos lo han hecho, pues sus cuerpos son suficiente para captar la atención; los que llegan con una computadora portátil, el resto lo sabe, son los primerizos que todavía no conocen la mecánica. Con todo, nadie pone trabas y la única regla es respetar el tiempo de cada quien (diez minutos, máximo) y no cortar la fila.

Los que llegan más tarde toman su lugar, un par de galletas y un vaso de unicel con café o un refresco, y aguardan pacientemente el comienzo. Recargados en una de las paredes, los que hablarán esa noche ya están formados, según el número que se le asignó a través del grupo de Facebook. Últimamente, han notado los que son regulares, se repiten participantes, quizá porque es verano y muchos se van de vacaciones con su familia fuera de la ciudad y, precisamente después de regresar, aparecen los nuevos para compartir la historia de su cicatriz. Así que todo está bien, no hay razón para pensar que es momento de tomar un respiro.

Los que vienen aquí no tienen intención de superar dolores o cerrar círculos. Eso es para los débiles que prefieren olvidar cómo llegaron a donde están o la historia que tienen trazada en sus espaldas. O en los brazos, a la mitad del rostro o en un glúteo. Este es un espacio libre de juicios, abierto a aquel que tiene la urgencia de exponer una herida y la historia que hay detrás, sea hermosa, divertida u horrorosa. Lo importante es que sea cierta, que su marca física sea imborrable y, sobre todo, que su portador no quiera quitársela. Es una cuestión de orgullo que solo los que se congregan en este pequeño cuarto bajo el nivel del suelo lo entienden. No existen otros requisitos para encontrar un sitio, ya sea en las sillas o al micrófono, excepto que se debe hablar, al menos, una vez para que otros conozcan la génesis de la piel rasgada. Y aunque el grupo ha mantenido su diversidad, es imposible que no se note cuando alguien pone pie ahí por primera vez.

© Arturo Sandoval

Ahí está: la cuarta en la fila. De jeans rotos y botas vaqueras, una playera de David Bowie, una chamarra de piel demasiado gruesa para el calor que ahí los abraza, el cabello apenas sujeto por un puñado de pasadores que están a punto de darse por vencidos, y todos saben que esa es su primera vez. Es la virgen que se va a exponer frente a todos, ni siquiera ha visto cómo se hace, pero ahí está, en un escape efímero en el celular, que no tiene ya más datos para abrir páginas, enviar mensajes o reproducir videos, y de todas maneras no levanta la vista de una pantalla en congelada espera.

Está por empezar: una mujer robusta, enfundada en un coordinado de sudadera y pantalones de algodón, toma el micrófono. Tiene un parche en el ojo izquierdo.

—Buenas noches. ¿Me escuchan? Hola, hola a todos —saluda con una voz nasal y aguda—. Vamos a iniciar, como siempre, según los números que ya se asignaron a través de Facebook y, bueno, por favor no tomen el tiempo de sus compañeros. Queremos escucharlos a todos. ¡Gracias por las galletas, Raquel!

Se retira y deja el espacio libre. Ya no queda nadie de pie en el público, ni una sola galleta en la charola. El primero en pasar es un joven de 17 años cuyo atuendo es como cualquier adolescente, excepto por un guante que no logra coincidir con el color de su piel clara, casi amarilla, en su mano derecha.

—Hola a todos, me llamo Miguel, pero pueden decirme Mike.

Al unísono, todos le responden, como si fuera una reunión de aa, solo que aquí nadie intenta ocultar la ocasional lata de cerveza en la bolsa de una chamarra más grande de lo normal.

—Antes de venir aquí, gracias por invitarme, señor Longina, preparé lo que tenía que decir y lo memoricé, porque no quiero equivocarme. Me siento como en un examen de la escuela —sonrió débilmente, como excusando un mal chiste— y, bueno, aquí voy. La mitad de mis compañeros son buenos en algún deporte, y los que no, saben tocar instrumentos o juegan videojuegos como si su vida dependiera de ello. Luego queda un puñado que, de ver tanto manga, dibujan como si hubieran nacido en Japón. Finalmente, estoy yo: que no sé hacer nada, pero me gusta ver a otros ser los favoritos de alguien. Tengo una amiga que, como ya lo han de sospechar, es por quien me gustaría ser mejor en el futbol o para dibujar los personajes de Yuri!!! on ice sin que parezcan cuerpos que nadaron en ácido —varios en el público sonríen, aunque no entienden la referencia—. En fin. El tío de un amigo tiene una motocicleta increíble. Nos dijo que es una Honda Shadow Spirit 705. No sé qué significa todo eso, pero es negra y cualquiera se ve bien en ella. En el cumpleaños de mi amigo, al que también fue Clara, mi amiga, nos dejó dar un par de vueltas, uno a uno, con él. Podía ver la cara de boba de Clara cada vez que el tío se quitaba el casco y nos regalaba una sonrisa. Le pedimos que nos dejara conducirla, y por supuesto nos dijo que no, pero eso no nos detuvo cuando regresó a la fiesta por unas cervezas. Aprovechamos que pusieron sus canciones favoritas, de bandas viejitas de nombres raros, como A-já y Duran, o algo así; mi amigo tomó las llaves a escondidas y encendió la moto. Nos dijo que su tío le daba lecciones, cuando su papá no veía, así que ya sabía conducir y dar vueltas. Clara y yo nos quedamos de pie y él nos rodeaba, primero sin problemas. Entonces se equivocó al intentar frenar, se paniqueó y aceleró. Perdió el control, se cayó y salió volando de la moto; Clara se asustó y, no sé por qué razón, se agachó y cubrió la cabeza, como si le cayera algo del cielo, y yo vi cómo se acercaba la moto, fuera de control, hacia ella. Fue mi oportunidad, ¿saben? —cabezas de todas las filas asienten con expectación—, me lancé entre ella y la motocicleta, estiré mi brazo derecho —imita el movimiento— por si necesitaba empujarla hacia el lado contrario. Mi mano tocó de lleno el escape, que estaba hirviendo. Y, bueno —se quita el guante—, estas marcas son la prueba de que soy un héroe.

La palma y parte del dorso tienen un color rosado brillante, el borde de esa zona, como si fuera un país que debe resaltarse en un mapa informativo, tiene la carne hinchada. Mike recibe los aplausos entusiastas, quizá demasiado, de sus ahora hermanos de marcas, y camina hacia una silla vacía. La cuarta en fila alcanza a escuchar que el hombre de traje junto a él, que lleva una banda en el cuello, le pregunta si ahora Clara es su novia. «Nah», responde el chico, «ya soy una leyenda en la escuela. Tengo mejores cosas qué hacer».

La del parche regresa e invita al segundo a tomar su lugar. Es un tipo alto, de brazos visiblemente musculosos, aunque delgados y elásticos. Un bigote escaso le nace debajo de una nariz respingada. Un tatuaje que ya necesita retoque se le asoma debajo del cuello de la camisa: la única pista es un puñado de plumas. ¿Un ave? Ni idea.

—Eh, hola —una voz más aguda de lo que algunos imaginaron sale de su garganta. «Aquí vamos», suspira alguien desde el fondo. Definitivamente, esta no es la primera vez que toma el micrófono—. Tengo muchas cicatrices, gracias a los que han intentado madrearme camino al trabajo, pero siempre he salido vencedor. No estoy acostumbrado a rendirme, ya saben, y no me avergüenzo de dónde vengo. Lo que más me gusta es la cara de imbéciles que ponen cuando los tengo en el piso, a mi merced, y piden un poco de clemencia. Para eso sirven las hormonas —le dirige una mirada a Mike, quien no sabe atrapar el consejo—, pero mi cicatriz favorita es la que significó el primer gran cambio en mi vida —levanta su camisa y baja el pantalón para dejar al descubierto el pubis, que apenas tiene una ligera capa de vello; todos ven la cicatriz transversal que le recorre de lado a lado—: la hermosa histerectomía. ¡Sin matriz soy feliz! Ahora soy un hombre y nadie puede evitarlo. ¡Ni siquiera tú, ma! —grita a una persona que no está en la multitud. Una ligera lluvia de aplausos lo despide. La primera vez que habló tuvo más apoyo, y no es que ahora lo aprueben menos, es que ya se ha repetido tanto, que la sorpresa se ha borrado de los demás. La fan de Bowie no comparte ese sentimiento y le regala varios viva antes de que se retire al fondo.

© Arturo Sandoval

Es turno del número tres, un caballero en traje color beige que se ve intimidado. Se adelanta a la mujer del parche y se disculpa por no tener una historia tan inspiradora como las dos anteriores. «Solo es un corte en la mano, al enseñarle cambiar la llanta de refacción a mi hija adolescente, nada más», y se despide entre aplausos que quieren darle empatía. Ninguna historia es más importante que otra en este grupo. Lo que importa es demostrar el orgullo de esas imperfecciones que nos da la vida.

Ahora, la cuarta, que se aclara la garganta y comienza a arrepentirse de llevar la chamarra. Siempre sube la temperatura cuando nos sabemos observados. Empieza.

—Buenas noches. Soy Laura y mi cicatriz es reciente. Hace no tanto, al hacerme una autoexploración de mis senos, noté un pequeño bulto en el derecho. Nunca es buena noticia, sobre todo si tienes un familiar directo que murió de cáncer de seno: mi madre, en mi caso. Costó mucho trabajo, pero me armé de valor e hice cita con una ginecóloga de confianza, tía de una amiga —quizá porque su historia es nueva, pero el público presiente que va a ponerse buena—. Primero realizamos algunas pruebas de tacto y un eco: el bulto no era de agua y podía notarse su forma, redonda, perfecta, al tocarla. La doctora se veía preocupada cada vez que la visitaba y, a decir verdad, mi familia también. Fue un proceso que nació en el optimismo exacerbado de mis hermanos y mi pareja, hasta el miedo gradual a un destino parecido al de mi madre. Tuve que aprender a vivir la rutina sin gritar que no quería morir, a reírme de las bromas que mis compañeros hacían para aligerar la carga cada vez que una esperanza se iba apagando. Apenas tengo treinta, así que una comienza a preguntarse qué hacer, cómo recompensarse a una misma por todas las oportunidades perdidas o pospuestas. Siempre pensé que no querría tener hijos. Cuando la doctora me dijo que tendría que operarme para extraer la bolita y practicarle una biopsia, me di cuenta de que era el momento de dejarme de hacer tonterías, pensar más allá de mí —toma un profundo respiro, mira a todos con ojos vidriosos—. Comenzamos, mi pareja y yo, a intentar embarazarme en lo que se acercaba la fecha de la cirugía, que era un par de meses después: ya saben, el seguro es tardado. Y lo logramos —una pequeña sonrisa de triunfo provocó los primeros aplausos de los asistentes—, así que cuando fui al quirófano tenía algo de esperanza. Sin embargo, los estudios me mostraron que, efectivamente, era cáncer. Para iniciar con el tratamiento debí terminar mi embarazo, debía ser muy agresivo y sin aplazarlo más. Todos en la comunidad nos ofrecieron apoyo, pero nada te prepara a perder el pelo, las fuerzas y convertirte en una pequeña fracción de lo que eras. Yo, que fui reina de belleza en la preparatoria, la ejecutiva de cuentas más importante de la agencia donde trabajo y, bueno, quiero creer, la nueva madre que se dedicaría a criar un ser humano mejor para el futuro… ¡Ah, todo truncado, como la vida de mi madre! —detiene la narración para contener las lágrimas. Para otros cualquier esfuerzo es inútil. Mike llora y siente un deseo incontrolable de contactar a su mamá para decirle lo mucho que la quiere—. Como sea, estoy en remisión, el cabello me creció de nuevo y comenzaré a intentar embarazarme otra vez, aunque sea con una madre sustituta, porque quiero dar todo lo que tengo a manos llenas. Esta es mi cicatriz —y antes de que pueda levantarse la playera de Bowie para mostrar el seno derecho, una mujer irrumpe furiosa al salón.

—¡Esa es mi playera y mi historia, maldita perra!

Todos se giran en un solo movimiento y ven a una treintona enfundada en unos skinny jeans que no podrá quitarse fácilmente, y una camisa de McDonald’s, que también porta su nombre: Ana. La cara está enrojecida y la mezcla del sudor de su excitación con la grasa de su propio ambiente de trabajo le dan un brillo ligero. Varias voces le reclaman su interrupción: nadie la invitó y no puede quitarle el micrófono a una mujer que ha sobrevivido la batalla contra el cáncer con tanta valentía. Sin embargo, la dejan caminar a grandes pasos hacia Laura, quien la mira con una mezcla de miedo y vergüenza y baja la cabeza como una niña regañada in fraganti mientras asalta las galletas antes de la cena.

—Ni siquiera estás contando bien la historia —le reclama— y eso que te la dije mil veces. Mi cicatriz, además de no ser de la incumbencia de esta bola de idiotas —«¡Hey», se indignan—, es porque me removieron una bolita que no fue maligna y que no me llevó nunca al borde de la muerte, ni a replantearme mi papel en este mundo, excepto bajo un concepto: el de la felicidad —empuja al fondo a Laura y toma el micrófono—. Soy Ana y trabajo en un McDonald’s, y cuando me dijeron que debían examinar esa cosa que tenía dentro, me di cuenta de que iba a extrañar a mis tres gatos, mi colección de series en dvd y el sexo ocasional con el tarado de compras que no aprende a cortarse las uñas de los pies. ¡Y, repito, no fue maligno! En ningún momento decidí embarazarme para «trascender» y solo tuve una buena historia para contar con mis amigas, o eso creí —le lanza una mirada asesina a Laura—, en la que el final feliz es que la vida como la tengo es la que me basta. Quiero mi playera de vuelta, limpia, mañana.

Lo único que exige este grupo es la honestidad, y esta noche se hizo añicos ante la mirada de todos. No solo eso, sino que más de uno le regaló simpatía a una desconocida que llevaba una cicatriz de fantasía en un seno que nadie pudo ver (para la desgracia de los que esperaban una imagen para más tarde, en la oscuridad de sus cuartos) y en su lugar tuvieron el espectáculo del pecho flácido de Ana, medio desinflado acaso, portador de una marca rosada y en relieve, como un rollo de carne mal amasado, en donde se hizo la incisión de una cirugía que no concluyó en una historia realmente inspiradora.

© Arturo Sandoval

Ana abandona el sitio del mismo modo en que llegó y Laura se queda a la merced de un público humillado e insatisfecho, como si hubieran pagado un boleto en primera fila para un concierto que no tendría a la banda prometida. Dicen que la del parche fue la líder, aunque nadie lo sabe de cierto. Aun así, todos se abalanzaron sobre la mentirosa, quien apenas pudo defenderse de la ira de los morbosos desilusionados, esquivando sillas, el micrófono y los puños que, en lugar de darle la lección de su vida, la dotaron de una cicatriz prominente en la frente.

Dentro de tres meses regresará al micrófono, para, ahora sí, contar la verdadera historia de una marca que la hará menos gris que su vida precicatriz, sin que nadie le recuerde que la felicidad está en las pequeñas cosas, que eso es una estupidez y este grupo lo sabe bien.

*Texto cedido por la autora y Paraíso Perdido, perteneciente al libro El triunfo de la memoria. ¡Adquiérelo AQUÍ!


Abril Posas (Guadalajara, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la UdeG. Ha sido becaria de la f,l,m, reportera, bartender, editora, mesera y traductora. Ha colaborado para revistas como Reverso, Punto de Partida, Cine Premiere. Ha sido parte de las antologías Moscas, niñas y otros muertos (Punto de Partida, UNAM), Río entre las piedras (Paraíso Perdido) y El silencio de los cuerpos (Ediciones B). Tiene publicados el libro de cuentos El triunfo de la memoria y la novela Esto no es una canción de amor. Actualmente es redactora, come queso, bebe cerveza y vive en Santa Tere con dos gatos.