El evento literario más antiguo del país regresó a las actividades presenciales en esta 44 Feria del Palacio de Minería, ¡conoce los detalles!
(cuento)*
Nací en un jacal dispuesto sobre las piedras calientes del monte Tepetzinco. Allá, donde clareaban marrones madrugadas en los tiempos calurosos. Mi padrastro me vendió como se venden las mulas de carga a una familia de altos vuelos que vivía al sur de la ciudad. Mi madre, moribunda de fiebre en el sexto parto, no alcanzó a ver mis cajones vacíos de ropa cuando me sacaron a la fuerza de la casa. Tuvo que haber muerto pronto, me lo figuro, de lo contrario hubiera molido la tierra con sus pasos hasta dar conmigo.
A los trece años mi cuerpo conoció la exaltación de un hombre, que le pagó a mi padrastro con un barril de pulque mientras mi madre vendía sus hilos allá lejos a la sombra de un amate. Ella nunca lo supo, su marido me calló la boca al enseñarme su cuchillo. Sin proponérmelo, encontré la forma de evitar la vendimia de mi cuerpo con el tercer cliente, cuando por miedo me oriné sobre él, que ya había pagado con una funda para machete hecha con cuero de caballo. Al cuarto cliente le hice lo mismo, y al quinto y al sexto también, pero ya a propósito. Me gané los azotes de mi padrastro porque entre sus compradores se corría el rumor de que yo era una chamaca asquerosa que me hacía en la cama, y el negocio se le vino abajo. Fue entonces cuando decidió venderme para siempre.
Llegué a la Hacienda San José vestida de hilachos y con el alma descompuesta. El patrón, hombre de consciencia lóbrega, teñía sus asuetos con el mismísimo color que sus pensamientos. Ya conocía la forma en que mira la bestia. Y así me miraba él cuando a propósito se quedaba cerca de donde yo restregaba los pisos. Nunca llegó a tocarme porque aprendí en verdad a ser sucia. Me bañaba una vez a la semana y cuando sabía que él salía al centro de la ciudad a realizar sus trueques. Entonces sí que me daba vuelo con el agua de la pileta y los jabones olorosos que nos regalaba la patrona. Mujer buena pero estrecha, que nomás le alcanzó para parir un hijo, porque los otros se le murieron de tanto querer salir. Y salían, pero mucho rato después y casi negros de tanta asfixia.
Jacinto, su hijo, era un año mayor que yo. Con el pelo color cajeta, los ojos pardos y ese lunar… No habíamos cruzado palabra alguna, ni un saludo siquiera cuando sucedió que yo tenía alborotados los calores del cuerpo. Era una noche recortada en estrellas que yo salí por la puerta de atrás de la cocina. Quería sentarme en los escalones a tomar el aire fresco, como ya lo había hecho en otras ocasiones. Allí estaba él, recostado en la banca de cemento, con la camisa desabrochada y sus pies descalzos apenas rozando el piso. El ruido de la cerradura de la puerta lo hizo volverse hacia mí e incorporarse. Me quedé quieta. El jarro de agua que traía en la mano comenzó a temblar conmigo. Verlo así tumbado era mala cosa pa mi fiebre y ya no pude remediarlo.
Como si estuviera bajo algún hechizo, me acerqué hasta quedar parada al lado de su cintura y lo recorrí lentamente con la mirada. Él era un chamaco al que sus padres consideraban todavía niño para enrolarse en cosas de la carne. Y yo era una niña cuando mi padrastro consideró que ya era grandecita para complacer a un hombre. Ya tenía la malicia metida en el cuerpo y se lo hice saber a Jacinto. No protestó cuando dejé mi jarró en el suelo para desabrocharle el pantalón. Se puso tieso y dejó que lo hiciera. Cuando pasó del susto a la complacencia se retorció todito. Se incorporaba y se dejaba caer una y otra vez sobre la banca, sus manos tiraban de mi ropa… Fue en uno de sus torpes movimientos que, sin querer, me mandó al piso. De inmediato me levantó y me urgió a tocarlo otra vez.
Volví a meter una mano entre sus pantalones, y con la otra le sujeté la suya y se la puse en mis pechos. Sólo sabía dar apretones y nada más, pero me excitó su valentía. Así estuvimos un rato. Entre jaloneos y besos nos recargamos en la pileta que quedaba totalmente a oscuras. Convencida de que también me deseaba, me separé un poco de él, me saqué el camisón y le bajé los pantalones. Lo frío del cemento me obligó a arquear la espalda y lo guié para que se me metiera. Nada hizo que nos confundiéramos ni nos espantáramos. Jacinto se hizo hombre conmigo y yo por primera vez disfruté de un cuerpo. El resto de la madrugada la pasamos tendidos sobre su camisa, con una luna macilenta de testigo.
Los encuentros clandestinos sucedieron durante casi cinco meses, sin sospecha alguna de sus padres ni de la criada que estaba a cargo de mi vigilancia. Fue una tarde que lavaba los vidrios del ventanal que sentí que algo suave se movía dentro de mí. Unos días después caí en cuenta de que tenía meses que no sangraba. Flaca y enclenque, pronto se descubrió mi secreto. Tendría unos cuatro meses de encargo cuando una de las criadas le dijo al patrón que yo estaba panzona. Él le ordenó que buscara entre los peones al responsable para que se hiciera cargo. Ni con los azotes me sacaron el nombre del padre de mi chamaco. Yo sabía que nunca nos permitirían estar juntos, así que convencí a Jacinto de que no dijera nada y que mejor huyéramos. Le conté que en mi pueblo tenía una madrina que podría ayudarnos a hacernos de un jacal y de trabajo. Jacinto decía poco, pero estuvo de acuerdo.
Decidimos que lo mejor sería marcharme yo primero. Mientras tanto él trataría de obtener dinero de la caja fuerte de su padre. Abandoné la hacienda con ayuda de uno de los peones, que tenía que ir a dejar un encargo cerca de Tepetzinco. Jacinto y yo habíamos quedado de vernos el sábado en la noche en el portón de la iglesia, junto al manantial. Al llegar con mi madrina le conté todo y accedió a esconderme por unos días , porque si se entera tu padrastro me mata, dijo ella. El sábado llegué desde las siete de la noche al portón de la iglesia. Sabía que era posible que Jacinto se dilatara más de la cuenta porque no conocía el lugar, así que con paciencia me dispuse a esperarlo.
Tenía en mente un jacal chico pero limpio. Cortinas azules y un mantel blanco. Podía adivinar un tiempo bueno, juntos. En esos pensamientos estaba cuando cerca de las doce apareció detrás de mí la figura de un hombre que no era de Jacinto. Volteé para ver quién era y sin distinguir un rostro, sentí su gruesa mano casi triturando mi brazo. ¿Creíste que podías salirte con la tuya?, dijo el hombre, y entonces reconocí la voz del patrón. Intenté soltarme, correr hacia cualquier parte, pero el hombre me tapó la boca con un trapo y me empujó hacia un costado del templo, donde ya lo esperaban otros dos hombres en una carreta. Entre los tres me subieron. Uno de ellos, que era como la mano derecha del patrón, se fue adelante para conducir los caballos, el otro peón era el que días atrás me había hecho el favor de llevarme con mi madrina.
Avanzamos unas dos horas de la madrugada hasta llegar a un páramo solitario y frío. Un lugar lejano a mi pueblo y de cualquier forma de vida. Me bajaron entre dos y me echaron en la yerba seca. Por invitación del patrón, cada uno tomó de mi cuerpo lo que quiso. Los minutos se extendieron hasta tocar la puerta del diablo, y entonces ya no luché. Me dejé hacer y deshacer tratando de jalar al menos un poco de aire. Las rodillas de uno de ellos aplastaban mis manos en la tierra, haciendo que se me clavaran las piedritas en mi carne. El otro, mientras pellizcaba mis pechos, mordía mis brazos, arremetía duro entre mis piernas. Poco a poco se me fueron apagando los colores, poco a poco olvidé las cortinas azules, el mantel blanco. Se me salió el alma del cuerpo con el chorro de sangre que escurrió de entre mis piernas, con la patada más fuerte que jamás sentí. Después corrí fuerte, sintiendo ramas de hierba sobre la cara, con la ropa hecha jirones y los pies desnudos, hasta llegar al lado de un río y me tumbé a dormir…
Despierto deshabitada y rota. Dejo atrás la hilera de mis huesos. Me voy dando tumbos por este otro páramo, durante interminables días, pues el tiempo es algo que ya no logro distinguir, y no veo cómo he de regresar a la iglesia donde veré a Jacinto.
*Texto cedido por la autora.
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Adriana Gracia Flores (Ciudad de México). Es poeta y narradora egresada de la Escuela de escritores de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM). Ganó el Premio Nacional Valladolid a las Letras 2010 con la novela Vidas Baldías (Ediciones Horson, 2011 y Editorial Viceversa, 2017). Ganadora del Premio Nacional de cuento corto «Las lunas de octubre», Cuautla 2017. Ha publicado en la antología de cuentos Después del azar (Ediciones Eón, 2008), en la antología poética Tributo a Sabines: He aquí que estamos todos reunidos (Editorial Fridaura, 2010) y en el Homenaje a escritoras y escritores contemporáneos CDMX (2021). Imparte cursos y talleres de Creación literaria y de Escritura creativa para músicos.